Y es que esta sola y aparentemente sencilla imagen conjuga varios desaciertos imperdonables:
- No solo pretende estúpidamente que el 12 de octubre sea una celebración como tal…
- No solo folcloriza —ya eso es una reducción nefasta en sí misma— de la forma menos creativa posible (y no, no digo que folclorizar creativamente sea deseable tampoco, pero al menos podrían tratar, aunque sea tratar, de darle algún giro novedoso para disimular)…
- No solo utiliza la clásica imagen manipuladora de la niña indígena sonriente (hagámonos las bestias con que las tasas de pobreza y desnutrición no afectan principalmente a las comunidades indígenas rurales, pues —y en particular siendo las niñas un colectivo por demás vulnerable—)…
- No solo, como es costumbre ladina, utiliza de fondo los indudablemente bellos tejidos mayas, por los que normalmente se regatea y que son utilizados, bajo el argumento del orgullo nacional, para ganar mucha plata que no llega a las tejedoras…
- No solo glamuriza (o, como mínimo, normaliza) el trabajo infantil (no digamos cuando hace muy poco un ingenuo alcalde tuvo el sinsentido de regalarles cajas de lustre a los niños de su municipio para que trabajen y salgan adelante)…
- No solo todo eso (que hay que ser tan pendejo como el Inguat mismo para no saber leerlo), sino que encima, en esta precisa coyuntura, tiene el cinismo de presumir de la apertura a la diversidad.
Sí, habla de diversidad justo ahora que la discusión sobre la incorporación oficial de la justicia maya al sistema legal sigue ocasionando amplificados rebuznos racistas trumpianos tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales. En resumen, puedo decir que el argumento (en mayúsculas, al magnánimo estilo Fratti) es TODOS SOMOS GUATEMALTECOS, ENTUÉS QUE ESOS INDIOS CUMPLAN CON LAS NORMAS QUE LOS BLANCOS QUEREMOS PORQUE AQUÍ NOSOTROS MANDAMOS. Y, por supuesto, la justicia maya ni siquiera se les va a aplicar a quienes se oponen, pero lo importante, Dios guarde, es no dar ni un gramo de reconocimiento a esos indios que consideran inferiores y, por tanto, indignos de cualquier clase de autonomía. Máximo cinismo este de hablar de igualdad ante el (dizque) Estado de derecho cuando hay que estar catatónico para no percatarse de que la gran mayoría indígena no vive en otro país totalmente distinto al que habitan quienes findesemanean al menos quincenalmente en Cayalá, sino en una dimensión paralela, en una perenne diáspora interdimensional.
Digo: ya va siendo hora de que la derecha racista guatemalteca (o sea, pude haber dicho la derecha a secas) y los buenos chapines (que aspiran a ser como ellos mientras de todos modos lo fingen) vayan poniéndose de acuerdo sobre qué piensan en realidad de los indios porque, tal cual ahora, su concepción es básicamente tipo un gato de Schrödinger que no solo está vivo y muerto al mismo tiempo, sino también en coma. Al menos les doy el crédito de la congruencia parcial porque lo definitivo es que el desprecio y el verticalismo igual permean transversalmente todas sus posturas. La cosa es que, cuando se trata de turismo y orgullo nacional, los inditos son pintorescos, humildes y trabajadores, como en la imagen. Cuando se quiere, sin embargo, justificar el desdén, el ostracismo y la ignominia, allí ya son huevones, necios y violentos, borrachos y peligrosos, racistas inversos que discriminan a los pobrecitos ladinos. Pese a ello, sin embargo, en su retorcido e inexplicable imaginario, es imposible que ese indial peleonero se forme opiniones por sí mismo, por lo que para manifestar o protestar requiere ser manipulado y mal aconsejado por villanos nórdicos metiches que solo a eso vienen.
Respecto a esto último, me parece, tras escucharlo tanto y tan cercanamente, que lo que molesta a la oli es que ese montón de pisto canche venga directamente a empoderar al indial, en lugar de mantener la sagrada costumbre de primero pasar por ellos dejándoles sabrosas y fáciles ganancias y de último llegar a los peones en la tradicional forma de salarios miserables, que solo les permitan alimentarse para trabajar y reproducirse.
Justo esta semana Danilo Lara —alias el Canchinflín Hero—, un genio local del humor y la sátira, cuestionó en Twitter: «¿Por qué les asombra ver canches en una marcha indígena si, según la publicidad, la gente rubia constituye el 95 % de la población guatemalteca?». Y eso me lleva a lo último, tan básico que ya pasa desapercibido: aquí, si parecés indio, se cierran las puertas. Vaya. Miles (¿millones?) de mujeres indígenas y no indígenas guatemaltecas tortean a diario, pero quien acapara los titulares de los medios es un chico que lo hace vendiéndolas en tacuche. No solo es absurdo darle una importancia que no tiene a la apariencia física de las personas, sino que ello resulta aún más ridículo cuando los referentes estéticos en el imaginario colectivo de un país eminentemente indígena y mestizo como este son tan alienados/alienantes, colonizados/colonizantes.
No, muchá. No podemos seguir permitiendo que los imaginarios racistas y clasistas, la colonización internalizada, la ignorancia y la ceguera selectiva a todo lo que dan continúen siendo políticas de Estado. Por más nueva política que se pretenda, sin una mayoría crítica con los problemas estructurales —el racismo, base de la pirámide—, todo seguirá siendo curitas para una gangrena.
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