Esto, por lo tanto, lo remite a un concepto radial y sistémico porque delimita su existencia conforme a características específicas. La presencia de uno o varios requisitos no necesariamente nos remite a un líder populista. Asociarlo exclusivamente a la demagogia, al clientelismo y al particularismo, o bien subrayarlo como producto de la polarización ideológica y de la modernización económica, son recursos minimalistas que lo confunden y simplifican. Poner el acento en líderes o regímenes que limitan las libertades políticas y sociales mínimas y presentan rasgos autoritarios también implica un estiramiento conceptual.
Roberts (1999), Freidenberg (2007) y Weyland (2009) hacen hincapié en que se refiere a un tipo de liderazgo personalista, carismático y sin mediaciones institucionales y organizativas. Esta relación implica mecanismos verticales que, conforme a un modelo redistributivo y clientelar, promueve su eficacia gestora a través de una ideología amorfa o ecléctica. Laclau (2005), por su parte, subraya la construcción de identidades entre el sujeto y la colectividad. En este caso, el líder se atribuye la representación del colectivo.
El problema surge entonces cuando dos categorías emparentan la democracia con el populismo: los mecanismos de representación y las mediaciones institucionales. El cuello de botella parece producirse cuando el populismo es criticado como antidemocrático por sus opositores y alentado por su fuerza integradora en la voz de sus defensores.
Esto remite básicamente a un principio clave que tiene que ver con lo que O’Donnell (1992) denomina una democracia débilmente institucionalizada y una democracia delegativa.
La primera se caracteriza por el alcance restringido, la debilidad y la baja intensidad donde la práctica formal se ve sustituida por prácticas no formalizadas como el clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción.
En cambio, en la segunda, el populismo es la expresión y personificación democrática que, por el lado de los desposeídos, excluidos y no representados, reclama más democracia; y por el lado de sus detractores, el sentido representativo que implica la delegación y la rendición de cuentas, que pasan desapercibidas frente a los mecanismos de pesos y contrapesos que requiere la democracia para su calidad y permanencia en el tiempo.
Esta es la razón práctica por la cual el discurso populista articula el antagonismo central y cohesionador entre el pueblo y la oligarquía, o frente al nacionalismo y al imperialismo: esa dicotomía que superpone y tiende a colectivizar y masificar al individuo de tal modo que se pierde el sentido liberal de lo que implica el ejercicio de la ciudadanía.
Germani y Di Tella (1965) señalan que la movilización y la integración resultan siendo focos del recurso populista a través de la apelación directa al líder, y no a través de los partidos políticos. ¿Quién más que ellos nos han puesto en esta crisis?, dirán algunos populistas.
Ante esto, sirva el ejemplo de Podemos en España, un movimiento de indignados que se convierte en un partido político. Representa, se institucionaliza y compite como partido político, bajo las reglas del juego. Esto nos remite a una democracia institucionalizada y legitimada que en sus mecanismos de representación y delegación de las demandas ciudadanas convierte la expresión popular en formal y articula su expresión a través de los partidos políticos.
Una democracia delegativa, por su parte, utilizará los partidos políticos como vehículo de acceso al poder. El gobernante electo partirá con la ventaja que supone su legitimidad, conduciendo por su cuenta la responsabilidad y la eficacia de sus políticas. Actuará y se asumirá de forma autónoma y sobre las instituciones políticas: la interlocución y la adjudicación personal de los intereses de la nación. Un aspecto sustancial y fundacional que conlleva no solo la representación y la inclusión, sino que se refiere a la informalización de la política y a la restricción institucional. De ahí el afán del populista de cambiar las reglas del juego político. El populismo es eficaz en cuanto a forma efectiva de incorporación y en cuanto a su potencial democratizador. Sin embargo, el efecto es un búmeran peligroso: la personificación, la concentración y las decisiones en el Ejecutivo en contra de las demás instituciones, además de la falta de regulaciones y la rendición de cuentas. Un reto difícil para la gobernabilidad democrática.
Entonces, ¿cómo calificamos el caso de Guatemala? En principio, como una democracia débilmente institucionalizada.
¿Existen líderes populistas en el país? No. Tenemos caudillos carismáticos, resabios autoritarios, clientelismo y corrupción, pero no populistas.
Si a su mente viene uno en particular, le respondo: viene del extranjero, pasó algunos años en prisión, regresa como el salvador del pueblo, articula un movimiento y una fuerza social por el rescate de nuestra nación, rompe el vínculo institucional (ya que él es el partido), llega al poder utilizándolo y luego reforma la Constitución, que luego utiliza como camisa vaquera. Sus acciones económicas y sus políticas públicas tienen un carácter redistributivo. Maneja un discurso de polarización amigo-enemigo y lleva a sus espaldas una clase social emergente capaz de dotarlo de una legitimidad tal que sus decisiones tengan un respaldo popular que superponga el Ejecutivo sobre el Legislativo, de modo que a este no le quede más que someterse a su mandato porque cuenta con mayoría absoluta. Entonces, si estuviéramos ante todo eso, sí, estaríamos ante un populista.
Recuerde que, incluso en el poder, este líder tuvo mayoría parlamentaria. Sin embargo, él no era el partido. Era más bien el caudillo. Estamos, entonces, frente a otro tipo de liderazgo. El populismo no es más que un estilo y una forma de hacer política, y eso aún no ha pasado.
Bibliografía
- Di Tella, T., y Ianni, O. (comps.) (1973). Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica: populismo y reformismo. México: Serie Popular Era.
- Freidenberg, Flavia (2007). La tentación populista: una vía al poder en América Latina. España: Editorial Síntesis.
- Germani, G. (1965). «Democracia representativa y clases populares». En Di Tella, T., Germani, G. y Ianni, O. Populismo y contradicciones de clases. México D. F.: Editorial Era.
- Laclau, E. (2005). La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
- O’Donnell, Guillermo (1992). «¿Democracia delegativa?». En Contrapuntos: ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización. Buenos Aires: Paidós.
- Roberts, K., Mackinnon, M., y Petrone, M. (comps.) (1999). El neoliberalismo y la transformación del populismo en América Latina. El caso peruano. Populismo y neopopulismo en América Latina. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires.
- Weyland, Kurt (2003). Neopopulism and Neoliberalism in Latin America: How Much Affinity? Latin American Neopopulism. Recuperado el 23 de febrero de 2015 de: http://respaldo.fcs.edu.uy/enz/licenciaturas/cpolitica/sistemas20 latinoamericanos/weyland.p
Sobre Raúl Bolaños: Soy un padre enamorado y jardinero bonsaista inexperto. Indisciplinado por naturaleza, institucionalista por vocación. Amante de la política como ciencia. Tengo formación en estudios de género, soy profesor universitario, sociólogo, politólogo y analista de la cooperación internacional.
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