Entre otras, quedaban anuladas las libertades de reunión, manifestación y movilización. De igual forma se coartaba la libertad de expresión y se imponían límites a la libertad de prensa y al derecho de la sociedad a estar informada. Todo, utilizando como pretexto la acción preventiva ante el impacto de las lluvias en zonas de precariedad urbana y rural.
Los puntos en riesgo fueron establecidos por la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), la cual tomaba como base el informe del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh). El Insivumeh habría indicado que las lluvias más intensas y que derivaban en deslaves e inundaciones por la deforestación y el descontrol inmobiliario se producían a finales de septiembre e inicios de octubre. De esa cuenta, la Conred requirió medidas de prevención a fin de reducir el impacto negativo de los fenómenos.
La declaratoria del estado de excepción fue planteada en reunión de gabinete y objetada por al menos cuatro de sus integrantes, a quienes los impulsores del decreto señalaron de obstruir la labor del gobernante. El texto definitivo contó con las firmas de la totalidad de ministros, así como del mandatario y del vicemandatario Jafeth Cabrera.
En el texto se incluían las restricciones que traspasaban la necesidad expresada y que pintaron el verdadero rostro de la medida. En esencia se impedían las movilizaciones, las opiniones políticas de crítica y la libertad de informar y de reunirse al aire libre, así como el derecho de huelga. La necesidad humana de apoyar con prontitud a la población que pudiera ser afectada en una tragedia se usaba perversamente como pretexto para imponer un estado policial, sin oposición y militarizando en todo el país el ejercicio del poder. Por si fuera poco, también se recetaba la eliminación de las obligaciones de transparencia al adquirir bienes y servicios por parte de entidades estatales.
Las reacciones ciudadanas en redes sociales, medios de comunicación y organizaciones ciudadanas, así como desde la oficina del Procurador de los Derechos Humanos (PDH), evidenciaron el rechazo masivo a la decisión gubernamental. El paso de las horas, lejos de mermar, aumentaba la objeción y el inicio de un movimiento social de resistencia ante la evidente arbitrariedad de las autoridades del Ejecutivo.
A regañadientes, el presidente en funciones, Jafeth Cabrera, salió a informar que el decreto de marras sería anulado. La efímera vida del texto, que contenía otras inconstitucionalidades como desconocer la prerrogativa del Congreso para ratificarlo, no llegó a las 48 horas. La molestia de Cabrera (quien sustituye a Jimmy Morales por estar de viaje en Nueva York, en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas) fue evidente y mostró uno de los rostros detrás del decreto.
Aunque las firmas del texto incluyen al presidente, al vicepresidente y a los titulares de los ministerios, no señalan a otros funcionarios responsables. Resalta, por razones de obligación contractual, el secretario general de la Presidencia, por cuyas manos pasan obligadamente, antes de su firma y publicación, todas las disposiciones presidenciales. De igual forma tienen culpa las asesoras y los asesores legales de ministros y ministras, quienes también deberían haber alertado de la ilegalidad.
La tropa loca en el Gobierno ha resbalado estrepitosamente con este decreto abusivo. Recular con derogarlo evita un mal mayor, pero no la exime de lo actuado. De esa manera, una investigación a fondo debe ser llevada a cabo a fin de proceder con base en el derecho y sancionar como corresponda a quien provocó un leve renacer del serranismo.
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