El tigre es el pueblo, pero no cualquier pueblo: es el pueblo de las revueltas, asonadas y turbulencias, capaz de excesos y acciones imposibles de vaticinar como la Primavera Árabe, la caída del Muro de Berlín, el derrocamiento del sha de Irán en cuestión de horas, las masivas deserciones del ejército del zar que precedieron a la revolución de octubre, etc. No hubo sibila ni analista social capaz de otear los síntomas previos de estos levantamientos en un horizonte que hasta la víspera lucía despejado. Por eso la historiadora Theda Skocpol sostiene que las revoluciones no se producen, sino simplemente ocurren.
El tigre parecía reposar en prolongado letargo. Algunos hablaban de la fatiga de la guerra. De la apatía política de las nuevas generaciones de jóvenes. Otros, de la decadencia y cooptación de los movimientos sociales. En todo caso, es un hecho que los nicaragüenses resistimos la subida del IVA al 15 % y otras reformas fiscales impopulares, no menos de cuatro fraudes electorales, un pacto de villanos entre los dos partidos políticos más fuertes, la inconstitucional reelección consecutiva, la persecución de las ONG y el desmantelamiento de la independencia de los poderes del Estado sin serias conmociones, aunque no sin protestas y propuestas. Los cuatro gobiernos de la posguerra, de muy diverso cuño cada uno, tuvieron un denominador común: ante el turismo y la inversión extranjera vendieron a Nicaragua como un remanso de paz, en marcado contraste con el Triángulo Norte de Centroamérica. Hasta que alguien o algo soltó al tigre en Nicaragua. O el tigre saltó porque le tocaron los huevos. ¿Cómo se los tocaron?
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Todo empezó con las protestas que suscitó el negligente manejo por las entidades estatales del incendio en la reserva Indio-Maíz, que afectó más de cinco mil hectáreas de bosque. El incendio forestal empezó a propagarse como incendio político a todo el país cuando jóvenes universitarios se manifestaron, protestaron y fueron vilipendiados por el jefe de la bancada sandinista en la Asamblea Nacional, Edwin Castro, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Centroamericana (UCA) en Managua. A los insultos del diputado, los estudiantes respondieron irrumpiendo en su clase del jueves 12 de abril y, al grito de consignas y a horcajadas sobre una ventana a modo de exótico podio, dieron lectura a un comunicado. La grabación de este acto circuló en las redes sociales. Algo se había roto. ¿Qué cosa? Un tabú. Edwin Castro fue el primer funcionario del régimen en recibir un repudio explícito en un ámbito que seguramente consideraba un coto vedado a sus adversarios. Ocurrió lo impensable e impracticable. Y su reporte audiovisual se diseminó como semillas de ceibo.
Seis días después, con los rescoldos aún humeantes del encontronazo con Castro, vino la aprobación sin consenso de las reformas a la seguridad social: 5 % de reducción de las pensiones y un aumento de las cotizaciones desde el 6.25 % hasta el 7 % para el trabajador y desde el 19 % hasta el 22.5 % para el empleador. Ese fue el inicio inmediato que rebalsó un acumulado de dos quinquenios y pico: el destape de las millonarias mansiones que en Costa Rica y en España compró el presidente del Consejo Supremo Electoral, Roberto Rivas, más de cuatro fraudes electorales, la represión a las ONG, el control de los fondos de la cooperación externa, el monopolio de la publicidad estatal por empresas de los hijos de Ortega-Murillo, las concesiones a las empresas mineras, el monopolio de las empresas que prestan servicios de salud a la seguridad social, los oligopolios del mercado de medicamentos y similares, y un larguísimo etcétera que llenaría tratados y enciclopedias.
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El tigre saltó con rabia a las calles. Los movimientos y cambios sociales los hacen los tigres, es decir, las masas viscerales. Los reclamos de un cambio se hacen con las vísceras por la sencilla razón de que los poderosos se resisten a que les arrebaten la tajada del león mediante el diálogo y palabras persuasivas. En su libro Redes de indignación y esperanza, el sociólogo Manuel Castells, que ha acompañado y estudiado por décadas diversos movimientos sociales —desde el Mayo del 68 en París hasta el de los indignados en España—, destaca el papel de las emociones en la política. Si el poder busca cohibir el cambio amedrentando a la población, el contrapoder logra sus objetivos cuando el tigre vence el miedo y se llena de ira y esperanza.
El episodio con Edwin Castro fue un punto de inflexión de pérdida del miedo y del hervor de la ira. La ira puede ser canalizada porque encontró un punto de convergencia: el FSLN, que en estos momentos es identificado con todas las formas de expolio (el asalto a la caja de la seguridad social, las mafias madereras y la deforestación, el extractivismo e incluso el narcotráfico, entre otros males acuciantes). Como sucedió cuando Somoza, el somocismo era un sistema ligado a dinámicas supranacionales del capitalismo que escapaban a su control y lo trascendían. En ese sentido, no era responsable exclusivo de todos los males. Pero, como era un sistema bien incardinado en esas dinámicas y tenía un hombre fuerte que lo encarnaba —Anastasio Somoza—, la rabia pudo encontrar un objetivo concreto, un lenguaje pintoresco, y ser canalizada.
El FSLN es el nudo fontal de los expolios. No es su causante exclusivo, y no dudo que la mayoría de ellos existiría incluso en ausencia del FSLN, como ocurre en el resto del Istmo, donde los expolios son ejecutados por partidos políticos que ni en raíces ni en retórica guardan afinidad con el FSLN, si exceptuamos —hasta cierto punto— al FMLN. Pero, en las últimas dos décadas —incluso antes de asumir el poder—, el FSLN les ha insuflado aliento, dado forma y provisto de manos y cabezas. Además de esto, ha aportado su particular versión de los medios para perpetuar el sistema, no enteramente original si levantamos un poco la vista de este tiempo y lugar: gamberros que contienen a la oposición a morterazos, compra de clientela política con cargos, láminas de zinc y sacos de frijoles, proclamación de un Estado confesional, autoidentificación como socialistas y una cosmética kitsch que abigarra con colorines las bancas en la calle, las pancartas y los memos oficiales.
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En las calles de Managua, impregnada hasta el hartazgo por esa cosmética como una forma de apropiación política del espacio, la rabia se ha enfocado primordialmente en los chayopalos, antes llamados arbolatas, los árboles metálicos gigantescos y de colores que Rosario Murillo ha sembrado en la capital. Son los símbolos del régimen. Sobre ellos se ensaña la odiosa pero recurrente economía jurídica del ojo por ojo. En desquite por la negligencia con la que el Gobierno enfrentó el incendio en la reserva Indio-Maíz, los manifestantes empezaron a deforestar Managua podando y quemando sin misericordia los chayopalos con que la vicepresidenta ha ido construyendo la que la vox populi ha bautizado como reserva Chayo-Maíz.
El incendio político se ha extendido a decenas de ciudades y a numerosos puntos de la capital. El asedio al que los manifestantes han sido sometidos por policías, fuerzas antimotines y miembros de la Juventud Sandinista ha cobrado más de 20 muertos comprobados hasta el domingo 22 de abril, con un sobresaliente desbalance en perjuicio de las fuerzas de la oposición. Hay también más de 40 desaparecidos y decenas de detenidos. La dispersión de energías y la falta de organicidad de quienes protestan no permiten vaticinar el derrotero de esta lucha. Intentando desmarcarse de la propuesta del Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep), que se conforma con una marcha atrás en las reformas en seguridad social, un grupo de estudiantes universitarios dio a conocer un pliego de peticiones en el cual reclama una mesa de diálogo amplia que no se reduzca al Cosep, anular la reforma, investigación de los asesinatos, destitución inmediata de todos los alcaldes, de otros funcionarios públicos y de jefes de la policía que protegieron a los vándalos en contra de los estudiantes, restablecimiento de la libertad de expresión y la señal de los medios censurados, libertad de los encarcelados por manifestarse, independencia de los poderes del Estado, investigación del enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos y devolución de lo robado, renuncia inmediata de Daniel Ortega y de todo su gabinete, y convocar a elecciones libres. En caso de no quedar satisfecho, el tigre seguirá al ataque o al acecho.
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