Desde la CA1, el desvío a El Triunfo es un camino terrible de piedra y tierra. Noche oscura, sin luna. En el intento de conservar en buenas condiciones nuestros dientes y neumáticos decidimos caminar, hasta que una patrulla de la policía hondureña nos encuentra y, después de regañarnos severamente por andar en aquel camino "tan solo", nos obliga a pedalear de nuevo. Los últimos kilómetros los hacemos a la luz de los faros de un picop policial, rezando para que aguanten nuestras cuatro ruedas.
Xiomara nos había esperado durante horas. No nos conocíamos pero nos reconoció al instante. Dos "gringos" con casco de ciclista no es algo que aparezca por el pueblo todos los días.
El pueblo lo descubrimos al día siguiente. Al final de la época seca El Triunfo es un pueblo olvidado en medio del desierto.
Julio y Reina son una pareja amable, con una situación desahogada. Tienen una pequeña tienda en casa, Reina trabaja en otra distinta y, además, disponen de un poco de terreno con ganado. Xiomara es su ahijada.
Julio nos explica que aquí el principal bien es el agua. Quien no tiene riego solo puede cultivar durante los meses de lluvia. Aquí el calor es tan intenso que solo se da el maíz de ciclo corto, que en 60 días ya produce elotes. Las lluvias dan para dos cosechas y nada más. Este sistema le garantiza mano de obra abundante a los azucareros, porque la zafra comienza precisamente cuando deja de llover. Y solo los azucareros y los meloneros tienen acceso a riego.
Xiomara nos lleva a conocer algunos de los proyectos en los que ha colaborado la ong de nuestro amigo en común. Un pequeño puente sobre una quebrada permite que, en invierno, los niños que van a la escuela por la tarde no tengan que esperar durante horas a que el nivel del agua baje para poder regresar a sus casas. Una delgada línea eléctrica que ilumina a la gente que vive en las comunidades más alejadas. Y una pequeña biblioteca en la comunidad de El Cedral. En esta comunidad, a treinta minutos andando de El triunfo, ya no hay cedros, pero si un pequeño espacio limpio y fresco con libros. Hay algunos libros de texto hondureños, bastantes ejemplares de la colección Barco de Vapor con los que muchos españoles aprendimos a leer y clásicos de siempre como La cenicienta y La Celestina. En el Triunfo no hay biblioteca.
Pero el proyecto más importante son las becas que han permitido a algunos niños o niñas, como Xiomara, seguir con sus estudios y graduarse en secundaria de algún oficio. Xiomara estudia para ser maestra y nos lleva a conocer a Lucy y Alida, las maestras de El Cedral.
Como en otros países de la región, quien quiere ser maestro en Honduras se ve envuelto en una maraña burocrática que solo tiene un propósito: no funcionar para que sea el clientelismo político el que de verdad haga funcionar al sistema.
Las maestras nos cuentan que el que no se acerca a los partidos políticos no consigue su plaza. Por eso hay quien tiene dos plazas, una en la mañana y otra en la tarde y quien tiene que trabajar seis años gratis hasta conseguir una.
Ese es el caso de Lucy, una mujer morena, redonda, alegre. Tiene 50 años y camina durante una hora desde su comunidad, Nance Dulce, hasta El Cedral para dar clase, de 8 a 12 de la mañana, a cien niños de seis grados distintos. En Nance Dulce también hay escuela y también se necesita maestra, pero eso parece que no le importó a nadie en el Ministerio de Educación.
Lucy cobra el salario mínimo, siete mil lempiras, (menos de tres mil quetzales) y de esa cantidad debe sacar los materiales mínimos que necesita para sus clases. El Estado solo manda el maíz para hacer la merienda.
Lucy se para en medio del patio, en medio de la chiquillería, y se asombra admirada de que vengamos en bicicleta desde Guatemala.
Cuanta energía tienen que tener, nos dice.
Energía la suya, les respondemos. Dar clase a más de cien niños requiere de mucho más esfuerzo.
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