Nos puso de frente con historias generalmente invisibles en la capital, en el presupuesto público, en las prioridades políticas… y nos puso de frente además con una serie de argumentos que la ortodoxia más conservadora en el país ha venido desarrollando alrededor de la injustificada violencia que reviste desde siempre la conflictividad agraria:
Les parece un atentado contra la igualdad que los indígenas reclamen históricos derechos a los territorios, a la tierra, a los recursos naturales, mientras ellos mantienen históricos y descarados privilegios legales de tipo económico, fiscal y social, que no paran de nutrir esta insultante brecha de desigualdad. Para muestra el reciente anuncio del proyecto gubernamental de “incentivos para atraer inversión”, que viene a quitar con una mano lo que había concedido con la otra: exoneraciones fiscales para los empresarios tan solo unos meses después de la aprobación de una reforma fiscal que, aunque buscaba el aumento en la recaudación tributaria, se había quedado incluso corta con los que más deberían pagar. Crecimiento económico nacional, dicen (¿para quién?).
Alegan que un financiamiento internacional a organizaciones indígenas como el de la Embajada de Suecia, que se enmarca en convenios bilaterales con Guatemala, atenta contra la soberanía nacional porque interrumpe sus negocios. Tan preocupados ellos por la defensa de la soberanía y el Estado de Derecho ¿cuándo se pronunciaron contra la intervención arbitraria de los Estados Unidos durante el conflicto armado interno? ¿Qué opinarán ahora de la actuación paralela de los lobistas de las multinacionales, cuando se trata de aprobar legislación minera o concesiones para la exploración o explotación de recursos naturales? ¿Les parecerá legal esa intromisión en las decisiones de interés nacional? ¿Por qué no habrán hecho ya un reportaje también al respecto?
Defienden un régimen donde la vida, la libertad y la propiedad de las personas prevalezcan por igual, pero a la vez consideran intocable un régimen de distribución de la tierra y los recursos que no solo ha sido en gran medida producto de expropiaciones violentas y arbitrarias de la propiedad de otros, sino que sigue cobrándose a diario la vida y la libertad de muchos seres humanos.
Lo más llamativo en este escenario es la pretensión de hacer encajar la protesta indígena en el delito de terrorismo, precisamente en un momento álgido de criminalización de la protesta en distintas partes del mundo. Más allá de la evidente conveniencia de asociar simbólicamente las luchas populares al terrorismo, como se hizo en otro tiempo con el comunismo, o con la barbarie y el salvajismo, si el terrorismo aquí, según la amplia definición del Código Penal, se refiere al propósito de “atentar contra el orden constitucional o alterar el orden público, ejecutar actos encaminados a provocar incendio, causar estrago o desastres ferroviarios, marítimos, fluviales o aéreos”, con agravante de la pena si se emplean “materias explosivas” o, si a consecuencia del mismo “resulta la muerte o lesiones graves de una o varias personas”, yo me pregunto ¿no es terrorismo lo que se comete con el violento modo de operar de cada desalojo que se lleva a cabo? ¿No hay acaso alteración del orden constitucional cuando se atenta contra los derechos a la vida, la integridad física, la vivienda y la alimentación; cuando se incendia chozas y cosechas, se acude a la fuerza bruta y se ocasiona lesiones y muertes?
Está claro que el “orden constitucional” que defienden es del tamaño de su nariz. O de su finca (y en el caso más patético y común, de la finca de su jefe). Retorcidas concepciones que no se agotan por una persona, en una columna. Quedan abiertos la lista y el debate.
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