Socialismo del siglo XXI se le llamó. En realidad es un modelo sui generis que, sin abrazar exactamente el ideario marxista de otras revoluciones socialistas (rusa, china, cubana), produjo importantes cambios en la dinámica del país.
Durante todo el siglo XX Venezuela vivió básicamente del cuantioso petróleo que abunda en su subsuelo. Pero durante largas décadas la cuantiosa renta que produce ese recurso prácticamente no llegó a la población, que quedaba en una pequeña casta tecnocrática que se encargaba de administrar el negocio o se iba para Estados Unidos, amo y señor del país, que sigue con su imperial visión de Latinoamérica como propio patio trasero.
Con la llegada de Hugo Chávez y la puesta en marcha de la Revolución Bolivariana, las cosas cambiaron profundamente: el petróleo pasó a ser propiedad nacional, y la ganancia que su explotación produce se encaminó fundamentalmente a programas sociales de amplio beneficio para la población.
Las grandes mayorías populares de Venezuela, siempre olvidadas, excluidas de la riqueza que manaba de los pozos petrolíferos, ahora comenzaron a ser protagonistas. Lo que por años les había sido negado ahora pasó a ser lo dominante. Salud, educación, acceso a vivienda, cultura, becas de estudio, participación comunitaria pasaron a ser una palpable realidad para esos sectores históricamente marginados. La pobrería —mayoría, como en todos los países— se sintió protagonista de la historia, dueña de su proyecto de vida. Por eso Chávez y el proceso bolivariano ganaron todas las elecciones donde se presentaron, en cualquier instancia. La gente amaba a su líder y defendía esa particular revolución democrática.
Por supuesto, había mucho que defender: un sustantivo mejoramiento de la calidad de vida. Venezuela, por ejemplo, logró suprimir el analfabetismo, cosa que no sucede en otros países libres del yugo comunista. De hecho, en Guatemala, libre de ese tipo de dictaduras, alrededor del 20 % de la población es analfabeta.
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La derecha local, pero fundamentalmente la derecha de Estados Unidos, que ve en la Revolución Bolivariana la posibilidad cierta de perder las enormes reservas de petróleo que sigue considerando propias, reaccionaron airadas ante este proceso. De ahí que durante años han intentado frenar la revolución. Intentaron de todo: paro patronal, sabotajes diversos, paro petrolero, golpe de Estado, sublevaciones militares, guarimbas (disturbios callejeros). Y desde hace algún tiempo, una implacable guerra económica con desabastecimiento, bloqueo y mercado negro. Esto último, sin dudas, complica mucho la vida cotidiana. Lo curioso es que la población siguió apoyando masivamente el proceso político.
Muerto Hugo Chávez (fallecido con un cáncer de dudosa etiología, que muchos atribuyeron a una intervención del imperialismo estadounidense en su loca defensa de su hegemonía hemisférica), Nicolás Maduro continuó al frente de la revolución. El ataque de Washington más sus aliados y satélites venezolanos y mundiales se profundizó. La imagen que se publicita del país caribeño es de una dictadura sangrienta, donde su población pasa hambre y huye despavorida.
Solo para mencionar un dato y llamar al pensamiento reflexivo y crítico, sin dejarse ganar por la avalancha de mentiras mediáticas que nos crean matrices de opinión: de Guatemala huyen diariamente 200 personas agobiadas por la pobreza y la falta de oportunidades. Curiosamente, ningún medio periodístico habla de dictadura.
Que quede claro: ¡en Venezuela no hay ninguna dictadura! De hecho, tanto Maduro como Chávez, en su momento, llegaron siempre al poder por medio del voto popular, ganando elecciones transparentes, observadas internacionalmente, venciendo por mayoría. Lo que hay es ¡¡mucho petróleo!! Eso es algo que la voracidad de las grandes compañías estadounidenses de energéticos (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco, Bush Oil) y de algunas de otras potencias capitalistas (British Petroleum, Royal Dutch Shell, Total) por nada del mundo está dispuesta a perder.
La lucha frontal que se libra contra Venezuela, encabezada abiertamente por Estados Unidos, tiene un doble propósito: 1) terminar con el mal ejemplo de un gobierno soberano y nacionalista y 2) quedarse con reservas que aseguran 200 años más de explotación petrolera.
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