Los seres humanos, más animales que racionales, caemos habitualmente en falsas dicotomías. Y está ocurriendo otra vez con la actualidad política de Venezuela. «No hay posiciones intermedias», nos dicen, y francamente es una convicción muy razonable, puesto que, en situaciones de conflicto, no tomar postura usualmente equivale a respaldar al poderoso que abusa. Pero sucede que no siempre hay un solo abusador. A veces se trata de batallas entre tiranías de diferentes marcas, como en este caso. Acá quienes apoyan al gobierno de Maduro dicen defender el derecho de autodeterminación de los pueblos. Mientras tanto, los opositores dicen proteger las libertades occidentales. Y, desde luego, ambos dicen ser los buenos de la película.
Lo cierto, sin embargo, es que no tenemos por qué estar emparentados con ninguna de las dos banderías. Podemos abrazar una postura matizada, con los dobleces propios de los fenómenos sociopolíticos complejos y de la condición humana misma. Y es que —ojo— refinar una opinión no es idéntico a ser ambiguo. Ambiguo sería no adoptar una postura política dentro del espectro amplio de la cosa democrática. Algo así como ser indiferente a las situaciones de injusticia política, económica o social en general o hacer una equivalencia moral entre explotados y explotadores en nombre de la neutralidad, el centrismo o el balance de las cosas. Pero no es eso lo que justificamos acá. Lo que intento es someter a juicio aquella actitud de acoso que etiqueta de tibia a toda persona que no se adhiera, calladita la boca, a uno de los bandos en cuestión. Es decir, la idea de indeterminación no debe limitarse a no tomar partido dentro del reducido campo de dos facciones politiqueras enfrentadas, sobre todo en situaciones estrictamente coyunturales y desvinculadas de la ontología en términos generales.
Si una persona hace una crítica razonada en contra de los abusos de Maduro y de los inventos de Guaidó con el mismo vigor, pero se posiciona a favor de la Revolución Bolivariana (o de la democracia liberal occidental, da igual), entonces no está siendo indiferente. Simplemente está evitando caer en el más común de los borreguismos automatizantes y resistiéndose a vomitar guiones memorizados.
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Personalmente, estoy a favor de procesos revolucionarios que buscan redistribuir las riquezas comunes capturadas por unos pocos, pero estos deben ser liderados por cuadros de espíritu inquebrantablemente democrático, que se mantengan vinculados a sus bases y a la realidad viva que les delega autoridad. Es ese espíritu antimperialista, antioligárquico, antineoliberal, humanista, socialista e integrador de los pueblos latinoamericanos el que debemos resguardar a toda costa, no a Nicolás Maduro, el individuo. Él mismo ha saboteado, en gran parte, la revolución desde adentro con sus maniobras poco democráticas y de ese modo le ha restado credibilidad a todo el programa socialista. Por el otro lado, habría que ser muy bobos para creerse el cuento ese de que la oposición —amparada por el nobilísimo y siempre respetuoso Gobierno de los Estados Unidos— actúa en defensa de la democracia. Por mucho que se refugien en artimañas constitucionales, la movida de Juan Guaidó es en verdad una restauración oligopólica que busca volver al statu quo de los años pre-Chávez, cuando el buen crecimiento económico y todo el poder político eran concentrados casi exclusivamente en las manos de los operadores de las grandes empresas nacionales y transnacionales. Pretenden resucitar el Estado rehén de los intereses económicos de los de arriba, el del petróleo privatizado.
En ese sentido, si desde los sectores democráticos de Guatemala existiese una alineación acrítica a los intereses de la oposición venezolana, sería una traición a las legítimas aspiraciones de los pueblos de la América Latina colonizada. Significa darle un visto bueno implícito a la desfachatez geopolítica de Donald Trump y el aval a una renovación antirrevolucionaria con todo lo que ello significa. No olvidemos que Venezuela —como sucedió tan icónicamente con Cuba— ha sido un proyecto democrático saboteado desde afuera y que por eso (al menos en buena parte) se alimentó tan formidable crisis. Esto es lo primero que hay que saber y entender si pretendemos señalar a Maduro.
Quizá la posición mas ética posible para la izquierda intelectualmente honesta sería utilizar la recesión política actual para emprender una necesaria autocrítica y abogar por el relevo de Maduro al frente de la revolución. Tal vez así logremos viabilizar la justa continuidad de ese proyecto democrático-popular y de resistencia geopolítica contrahegemónica que es la Revolución Bolivariana, la cual, en todo caso, deberá ser sometida a plebiscito nuevamente.
Lo más triste es que en medio de todo esto, como siempre, están los venezolanos comunes, quienes lo sufren todo y merecen más.
Y en casa los guatemaltecos estamos inmersos en un proceso electoral en el que sin duda saldrán a relucir estos dilemas —todos imaginarios— para intentar aprovecharse de las masas desinformadas y urgidas de algo en qué creer.
Aguas.
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