Entre una cáscara de banano y la muerte
Entre una cáscara de banano y la muerte
También podría empezar un poema con el sonido de una pequeña marimba que tiene la forma de la luna cuando va naciendo. El sonido de aquel travieso esqueleto sería nada más la descripción imposible de la magia: traducir a palabras aquello es precisamente una de las justas tareas de la poesía, y su traducción apenas es una imagen en silencio. Seguiría entonces en ese nuevo poema sobre un objeto real, en una noche real, en el escenario inmenso de un teatro que parece una nave espacial. En un costado del escenario, la pequeña marimba que tiene la forma de la luna cuando va muriendo, de ahí en adelante formando un semicírculo: un Pi radián de útiles sonoros que incluyen 90 cuerpos humanos entre músicos, coros y corazones y plexos solares. Al otro lado del círculo, los otros 3.14159 etcétera, en realidad éramos 1750 y pico personas, los útiles sonoros en ese lado eran nuestras respiraciones, nuestros latidos, acaso algún murmullo de algún espíritu aguerrido que se atrevía a tararear el eco de una marimba imaginaria. El grito de un niño: el nieto del creador de aquella orquesta de útiles sonoros. El abuelo del niño que lloraba: Joaquín Orellana, sentado en la otra mitad de la circunferencia, es decir, entre el público. El fuego: la música.
“Tengo un pie en la tumba y el otro en una cáscara de banano”, dice Orellana, y la cita, repetida por muchos de los que admiramos inmensamente su trabajo, parecía un presagio, una despedida acaso, y dicho a los casi 86 años pues no habría que extrañarse mucho de que fuera ambas. Pero a mí me queda la duda, quizá debería preguntarle o más bien quedarnos con la duda, cuándo empezó a decir eso el maestro, se me ocurre que genial como es, lo empezó a decir desde chiquito, tener un pie en la tumba y el otro en una cáscara de banano podría ser una de las definiciones de qué es ser guatemalteco, Cardoza y Aragón decía que era mandar el libro de Job a la mierda, Orellana pues eso, entre la tumba y una cáscara de banano, y en ese instante tan frágil, en ese estar siempre a la puerta de que todo se vaya al carajo, exactamente en ese hilo vulnerable se sostiene la vida, en esa fragilidad permanente es donde estamos todos los días y desde donde alguien como Joaquín Orellana escribe sus partituras –que son en realidad como mapas de una ciudad futurista, o acaso la cartografía de las más alucinantes ciudades del pasado, o de un tiempo que es en otro espacio-, en esa misma fragilidad de la cáscara de banano, estamos todos sentados escuchando mientras un declamador salido del mismísimo delirio de Orellana recita con la enjundia de las raíces de un árbol viejo, con fuerza de las raíces, con la rabia del viejo:
“Ciudad entre mis huesos
ciudad huyendo de mis ojos
escapando de mis manos
brazo llamando
brazo despidiendo
brazo llamando
brazo despidiendo
despidiendo
llamando
despidiendo
llamando
llamando
llamando
despidiendo…”
Apenas un día antes del concierto en esa misma sala vacía del lado del público, y rebosante del lado del corazón, se grababan las cuatro piezas que sonaron durante el concierto Fantoidea, Híbrido a presión, Ramajes de una marimba imaginaria y Sacratávica. En esa grabación dirigida por el gran maestro mexicano Juan Switalski, digamos, un brujo del sonido, se escuchan los útiles sonoros, las voces del coro, los corazones latiendo, las respiraciones y los jadeos, se escuchaba todo, puedo imaginar, se escuchaba mi corazón roto, el cansancio profundo de Joaquín Orellana junto a una carcajada discreta que le viene de dentro como un trueno en un barranco, se escucha la enjundia del maestro Julio Santos dirigiendo al coro y músicos; el estrés y la emoción de Stephan Benchoam y Alejandro Torún que gestionaron este inmenso proyecto, el corazón agitado de Patricia Rosenberg cargándose la producción al lomo, el de Ken Barrientos, otro brujo del sonido, nacido en Nueva York e hijo de guatemaltecos retomando sus raíces grabando cada uno de los útiles sonoros para mezclarlos en su estudio en Los Ángeles, el corazón también de Sergio Ramírez –el cineasta, y el amigote- con quien nos dimos a la tarea de documentar al maestro Orellana, y también se oían los fantasmas del teatro, que tiene unos empleados solidarios e increíbles y otros que son más bien unos hijos de la chingada, porque sí, decíamos en algún momento de relax que el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, esa nave inmensa en la que se vino Efraín Recinos de nuestra Xela, ese complejo que también parece haber salido del delirio, es un fractal de Guatemala, en esa belleza impensable se guardan muchos momentos luminosos –aunque no haya para pagar la luz del teatro-, florece la esperanza y la vida –aunque la burocracia y la mezquindad y el nepotismo se esmeren en sabotearla- y aunque al Estado le siga pelando el culo la cultura pues ahí están todos esos corazones en los 24 micrófonos de la grabación de la obra de Joaquín Orellana.
Somos un tiempo cargando en hombros a Joaquín Orellana, y a él le da pánico eso de la genialidad y de la ovación, y nos pide que nada de subirlo en hombros, y se pone a hablarnos de Vicente Huidobro y dice algo como “ese cerote miraba el fondo del mar en todos lados!!” y entonces se pone a hablar de Andrés Archila, el gran violinista y maestro de su juventud, y se pone a hablar sin parar del trabajo de grandes artistas y le brillan los ojos como un niño en heladería, y le salen las citas como saltan los conejos cuando se corta el trigo, y en una de esas escuchándolo con atención me resbalo en la puta cáscara de banano, y a punto de caerme de bruces en el agujero me jalan Joaquín y Sergio y ni cuenta nos damos y seguimos, brazo llamando, brazo despidiendo, y llamando, y despidiendo, despidiendo, llamando…