¿Qué es paz?, la pregunta podría parecer obvia y por ende inútil. Persiste en el mundo esa extraña tendencia por universalizar todo para luego colocarle la etiqueta de “paradigma”. Así, se pone cerco al pensamiento y se evita complicaciones a las mentes sencillas.
“Paz, es cuando mi papá no está en casa”. “Paz es cuando mi esposo no me pega”. “Paz es cuando tengo trabajo”. “Paz es cuando puedo dormir aunque sea con hambre”. “No se qué es…”
Éstas son algunas de las respuestas a un estudio que realicé en Haití, después del terremoto del 2010, cuando fungí como representante de los cuáqueros de Filadelfia. Se entrevistó a mujeres, niños y jóvenes de campamentos de desplazados. Las respuestas se categorizaron así: a) Quienes definían la paz solamente usando como referente a la violencia (60%); b) Quienes mostraron tener nociones vagas (20%) ; c) Quienes aludieron a la paz positiva (10%); y, d) Aquellos que dijeron desconocer su significado (10%).
La misma pregunta en una realidad menos pobre, da resultados distintos, pues a mayor número de necesidades básicas resueltas, mayor sofisticación o complejidad en las valoraciones. “Paz es orden”. “Paz es el respeto a la diferencia”. “Paz es cuando aprendes a dialogar”. “Paz es cuando se respeta el Estado de Derecho”. (Respuestas de un grupo de universitarios de Guatemala)
En el ámbito político internacional, se elabora el índice global de paz, que parte básicamente de un enfoque negativo de la paz(como ausencia de guerra y violencia), aunque en 2013 se presenta -por segunda ocasión-, algunos indicadores para medir la paz positiva (basada en ausencia de violencia estructural). El estudio prioriza un enfoque economicista y de seguridad nacional. En el primer caso, provee pautas para identificar áreas seguras para los negocios y, en el segundo, es coherente con los intereses de Estados Unidos y sus estrategias de intervención militar.
Salir de ese conveniente nicho y hacer inclinar la balanza hacia la medición de la paz positiva, y por ende en los factores que favorecen la pobreza, la desigualdad y la exclusión, demandaría un cambio en las políticas económicas internacionales, en las estrategias de cooperación hacia nuestros países y además, un mayor esfuerzo de los gobiernos nacionales por atender esos problemas de fondo históricamente postergados. A nadie gustaría posar desnudo en la pasarela mundial, en consecuencia, es difícil esperar el mismo esmero por avanzar en esta vía.
Es por esta razón que la política internacional y nacional me recuerdan tanto las “buenas conciencias” de las personas cuya experiencia de caridad, se reduce a regalar dulces, galletas y juguetes a aquellos niños para quienes el único sofoco conocido es el de la agonía del hambre y la enfermedad común.
De manera análoga, las grandes potencias usando la consigna, “la paz es condición para el desarrollo”, nos prescriben armas, préstamos millonarios y políticas de defensa nacional. Los intereses subversivos del nuevo siglo son aquellos que atentan contra sus inversiones. A veces no se es, ni amigo ni socio, sino otro absoluto.
Es por esa razón que hay que atender distintos indicadores que por justos, son correctos, véase por ejemplo el caso de Ecuador, Chile y Brasil, quienes parecen haber hecho suyas las palabras de Saramago: “Existen dos superpotencias en el mundo, una es Estados Unidos, otra, eres tú”. Reconocer la dignidad del otro, pasa por reconocer la propia.
La paz, como experiencia humana y humanizante debería vivirse desde el laicismo mismo (quizás especialmente), sin temporalidades específicas. Su espacio de acción no está reservado al templo. Su espacio es el partido político, la universidad, la escuela, el trabajo, la comunidad y el gobierno digno e independiente.
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