Sin embargo, no anota que la fraternidad, como valor positivo en el campo político, es una forma de convertir discursivamente lo no distorsionado de la función política como valor público, pero privada en su ejercicio estructural toda vez que las condiciones generales de las instituciones promueven la privatización de la vida por mucho que políticos emergentes, con nuevas formas de hacer política, vayan a contracorriente en el Estado y en el funcionamiento de las cosas dentro un Estado. Cuando la fraternidad como base de la acción política se distorsiona y únicamente es discursiva, se convierte en una simbología que reproduce la jerarquización de la concepción que la comunidad política puede llegar a tener sobre el ejercicio del poder.
La fraternidad como discurso, siempre que no pierda su valor político, provoca un impacto positivo dentro de las nuevas formas de hacer política. Por ejemplo, los grandes discursos y la visión de Podemos sobre la política española (la revolución se hace en lo pequeño, en los servicios equipados y en los gestos cotidianos) han incentivado a la gente a la participación política partidista y generan una simpatía que se traduce en incidencia ciudadana, en presencia territorial y en asistencia de los españoles afines a las asambleas en las que se tratan asuntos de interés público. Tan efectivos han sido que lograron quebrar con el sistema de turno (bipartidismo) en España.
Sin embargo, es válido preguntarse hacia dónde camina realmente la contracorriente y la función política como valor público. ¿Ha ganado campo político (cambiando el estado de las cosas parcialmente) o se inmiscuye en el campo político para evidenciar o modificar, en el mejor de los casos, ciertas conductas desde adentro? Teniendo claro que no es lo mismo ganar y cambiar que modificar, ¿cuál sería el simbolismo que indique que entramos a la nueva política? Si lo pensamos en unidades de análisis, ¿sería cuando el aparato burocrático priorice las necesidades de un sector poblacional, antes que ensalzar perfiles de burócratas y procedimientos administrativos formalistas? Regresando al ejemplo de Podemos, ¿habrá comenzado de forma concreta el camino hacia el cambio social en España? Parece que el rompimiento del bipartidismo, su mirada puesta en ganar la próxima década y su lucha en número y en capacidades contra la restauración conservadora como una manifestación de autonomía de la política sobre las determinaciones estructurales[1] lo confirman. Han creado valor público por medio de sus gobiernos municipales (los cuales han dado pasos cualitativos desde el municipalismo para que las instituciones estén en función de la gente) por medio de una campaña electoral en la cual no utilizaron ni un solo euro del sistema bancario y por su forma de hacer política, inspirada en el 15M[2], que se basa en la transparencia y en el trabajo de la gente que se interesa por su espacio.
Para Gramsci, «si la clase dominante ha perdido el consenso, no es más dirigente. Es únicamente dominante, detenta la pura fuerza coercitiva, lo que indica que las grandes masas se han alejado de la ideología tradicional al no creer en lo que antes creían». La clase dominante necesita de los otros sectores políticos para ostentar legitimidad, para ser un administrador de los acuerdos, de manera que puedan dirigir y ejercer hegemonía desde la valoración de lo público. Quiere decir que la clase dominante puede crear puentes entre sus intereses y las reivindicaciones sociales, siendo esta unión una acción hegemónica y la constitución de un bloque histórico en el poder.
Dussel explica que «es bloque histórico en el poder porque indica una unidad inestable, que puede rápidamente disolverse y recomponerse, y porque es histórico, coyuntural, eventual en el tiempo». Si estos bloques históricos en el poder son transitorios y se forman para rupturas, y conociendo la experiencia española con Podemos, cabe preguntarse, para el caso guatemalteco, por qué para la crisis política de 2015 en Guatemala no se formó uno bajo el manto de la lucha contra la corrupción. Las élites pudieron aprovechar para desarticular su competencia interna, más ligada a la corrupción; y las organizaciones sociales urbanas, para formalizar las reivindicaciones sociales a través de servicios públicos de calidad. ¿Acaso las élites no tienen integrantes que depurar por corruptos? ¿Acaso las organizaciones sociales urbanas no tienen una agenda más allá de la justicia para los corruptos, en la que se contemple reivindicar beneficios sociales para la población?
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[1] Dussel, E. (2006). 20 tesis de política. México: Siglo XXI Editores, S. A. de C.V.
[2] Movimiento español de indignados que estaban hartos de la crisis económica, en contra del bipartidismo y a favor de una mayor democratización del Estado.
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