Pareciera mentira también que el mismo año en que el Secretario de la Paz, Antonio Arenales Forno –otro negador del genocidio– disuelve la Dirección de los Archivos de la Paz (con documentos clasificados de los desaparecidos por el Estado Mayor Presidencial y la Policía Nacional, entre otros), Pedro García Arredondo, exjefe del Comando Seis de la Policía Nacional durante una de las épocas más crueles y sanguinarias en el país, sea condenado a 70 años de prisión por la desaparición de Édgar Sáenz Calito. (En aquel tiempo, García Arredondo fue colaborador del temido Donaldo Alvarez Ruiz, Ministro de Gobernación, junto a quien se le imputan crímenes como el asalto y la quema de la embajada de España, el secuestro masivo de sindicalistas de la Central Nacional de Trabajadores, y las ejecuciones extrajudiciales de Alaíde Foppa, Oliverio Castañeda, Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta.)
Estos contrastes simbólicos los venimos viendo, en realidad, desde el año pasado. En plena época electoral, también parecía mentira que el mismo día en que Eduardo Suger, uno de los presidenciables favoritos en la capital, esgrimía argumentos negacionistas del genocidio y declaraba que la escuela kaibil “es una de las unidades del ejército que más admiro”, un Tribunal de Alto Riesgo condenara a cuatro elementos de esa fuerza élite a una pena de prisión de 30 años por cada persona asesinada (6,030 años) y 30 años por delitos contra los deberes de la humanidad. Todo ello dentro del proceso por la masacre en el parcelamiento Dos Erres, ocurrida durante el gobierno de Efraín Ríos Montt.
Aunque nuestra cotidianeidad de alambre espigado, balcones, doble llave en las puertas, guardias armados, talanqueras y alarmas, nos sumerge en una psicosis que nos encierra y nos impide mirar con calma, están pasando cosas en Guatemala. Sucede quizá, que acostumbrados como estamos a la impunidad como regla y constante, cuesta digerirlo en toda su magnitud.
Claudia Paz y Paz, la Fiscal General y Jefa del Ministerio Público, fue reconocida en estos días como una de las cinco mujeres que más ha contribuido al mundo en materia de políticas públicas. No es para menos (sino para más) me digo, mientras leo la noticia de la condena a uno de los hombres que amenazó e intimidó a la periodista Lucía Escobar el año pasado. El primer caso ganado por la Fiscalía de Delitos contra la Prensa. Sí que están pasando cosas. Y deben reconocerse y celebrarse.
Reconocerse y celebrarse, porque son pequeños pasos que develan verdades tan conocidas como silenciadas. Porque son pequeñas piezas que nos reconstruyen como comunidad. De la negación de nuestra historia penden aún oscuros lastres con los que a día de hoy seguimos lidiando en lo cotidiano: “Tres policías acusados de violar a una joven que salió ebria de una discoteca de la Zona Viva” –leo después. Vaya país. ¿Cómo entender esta lógica si no es a partir de la historia?
Reconocer y celebrar los avances de la justicia y la memoria colectiva importa, porque los niños de entonces somos la generación de adultos de hoy, con un buen resto de vida por delante. Importa, porque a muchos de los niños de entonces, nos enfurece que se nos trate de dar atol con el dedo, negando hechos que sabemos que ocurrieron. Porque muchos de nosotros lo vieron con sus ojos. Lo vivieron en su carne. Y lo atestiguan. Y ese sencillo detalle da al traste con el empeño de algunos (así sea el mismo presidente) en negar y olvidar lo que ocurrió.
Si por una medalla olímpica se hizo la bulla, todo esto vale también celebrarse, ¿no?
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