Si efectivamente estuviéramos ante una genuina crítica de la corrupción, podríamos alegrarnos: eso sería muestra de que algo está cambiando en la sociedad guatemalteca. Pero la fanfarria pirotécnica que hay en torno a todo esto genera serias dudas.
¿Cambió realmente la sociedad? Hay cosas que permiten pensar que existe más montaje político-mediático que otra cosa. ¿Desde cuándo el embajador de los Estados Unidos está tan interesado por algo así, ayudando a cambiar ese mal que tiene empobrecidos a los guatemaltecos? ¿Desde cuándo y por qué los medios de comunicación comerciales están tan preocupados por el tema (los mismos medios que criminalizan las protestas populares en otros ámbitos, como las luchas campesinas o sindicales)? ¿Cómo es eso de una comisión internacional de las Naciones Unidas, financiada por las potencias capitalistas, ayudando a combatir el flagelo? La actual fiscal general, claramente de derecha, elegida en reemplazo de una abogada acusada de guerrillera, metió presos más delincuentes de cuello blanco que Claudia Paz, que promovió el juicio por genocidio. Algo huele mal.
La historia de Guatemala es una historia de explotación inmisericorde, de exclusiones sociales, de impunidad ¡y de corrupción! Desde la llegada de los ávidos y sangrientos conquistadores españoles, la corrupción marca la historia. La compraventa de títulos nobiliarios y la corrupta relación de los funcionarios coloniales con la metrópoli hispana dan cuenta de esa dinámica. La corrupción no nació con Pérez Molina y Roxana Baldetti, tampoco con Vinicio Cerezo: es algo más profundo, cultural, incorporado en la normalidad de lo cotidiano. ¿Cuántos de los que están leyendo esto no pistearon para conseguir su licencia de conducir o compraron facturas para evadir impuestos ante la SAT?
La idea de que los funcionarios públicos de alto nivel son ladrones y corruptos es una inveterada frase hecha. En muchos casos ello es así. Pero sucede que quedarse solo con esa noción es ver el árbol perdiendo de vista el bosque. No hay dudas de que la corrupción existe (pensemos autocríticamente en muchas de nuestras prácticas cotidianas —¿nunca dimos mordida?—). Ahora bien, la pobreza estructural e histórica de la sociedad no es producto de la corrupción. Y aquí es donde justamente debemos ser críticos.
¿Qué hay detrás de toda esta cruzada anticorrupción, que ahora incluso llega a hablar de cooptación del Estado? ¡Increíble! El mismo Estado que masacró 245 000 personas hace unos años, que permitió vender a precio de remate empresas públicas (¿eso no es corrupción también?), que ahora aprueba un salario mínimo que no cubre ni siquiera la mitad de la canasta básica, que reprime las protestas populares de ciertos sectores, ¿ahora es protegido por esta lucha contra prácticas corruptas? ¿Desde cuándo esa preocupación?
Insistamos: algo huele mal. Cuando se disparan esas olas mediáticas tan abrumadoras, tal como ahora lo es esta insistente prédica contra el espacio de la corrupción, debemos pararnos a ver qué agenda se juega allí. La de los amplios sectores populares por siempre olvidados pareciera que no.
La pobreza histórica en que están cerca de dos tercios de la población tiene raíces distintas y más profundas que la corrupción: ¡tiene que ver con la forma como se reparte la riqueza nacional!
Es curiosa la forma como la prensa ataca el tema de la corrupción: con Vinicio Cerezo parece que se alcanzaron cotas inauditas. Con Álvaro Arzú (cuando se remataron las empresas públicas) ese no fue tema preocupante. Pero sí lo fue con Alfonso Portillo (quien luego cayera preso, porque de Arzú y sus negociados —acordémonos lo del campo Marte, por ejemplo–, ¿quién habló de juicio acaso?). Con Óscar Berger ¿desapareció esa lacra? Lo cierto es que en su período no se habló mayormente del tema, pero sí reaparece con el gobierno de la UNE. Ahora, con el anterior binomio presidencial, asistimos a este renovado festín.
Lo que pensamos en términos políticos cada vez está más determinado por la industria mediática (eso afirmó la encuestadora Gallup, nada sospechosa de izquierdosa precisamente). ¿Es la corrupción nuestro principal flagelo o hay allí una enorme manipulación?
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