El férreo conservadurismo y el miedo real a un cambio estructural, alimentado por prejuicios y creencias obsoletas de las sociedades urbanas más el hambre y el deseo de obtener el único beneficio que los más pobres reciben de la democracia, que se traduce en regalos y dádivas durante el proceso electoral, tienen nuevamente a Guatemala entre dos opciones que no la llevarán a ningún lado.
Allí está Sandra Torres, persistente, necia. Ella, con un cuero tan fuerte, capaz de resistir toda clase de embates, cuestionamientos, acusaciones y ridiculizaciones, finalmente está a punto de cumplir su más anhelado sueño: ser presidenta.
Es de reconocerle su resiliencia —o ambición—. Cualquier político con un poco de amor propio habría tirado la toalla hace ratos. Y no es que Sandra no lo tenga: quizá tiene de más.
Sobrevivió al circo que ella misma construyó cuando se divorció del presidente Colom para satisfacer su capricho de ser la sucesora del gobierno de la UNE. Muy a su estilo y con la complacencia de los dirigentes partidarios, empujados más por miedo que por convencimiento, estos acompañaron a Sandra en esa batalla ilegal que, a pesar de todo, representó una gran victoria para el partido en el Legislativo en las elecciones de 2011.
La humillación que sufrió en las urnas tras la segunda vuelta del 2015 —hasta Jimmy le ganó— nos hizo pensar que su carrera política había terminado. Sin embargo, la gestión del comediante ha sido tan escandalosamente mala que prácticamente todos los índices de desarrollo humano presentan retrocesos. Hoy tenemos un país más desigual, más desnutrido, más pobre, más desesperado, todas ellas condiciones que fortalecen la candidatura de Sandra.
Por eso el voto por la ex primera dama es un voto desde el hambre, un voto por resolver aunque sea la comida inmediata y confiar después en que el Gobierno los atienda a pesar del conservadurismo capitalino, que hace todo lo posible por invisibilizarlos, por satanizarlos.
Y si bien suenan nobles las prioridades por las que apostaría un eventual gobierno de Sandra, no todo es tan bonito. Ella ha abierto sus puertas a operadores políticos perversos y al financiamiento electoral ilícito. El fin justifica los medios y, comprobado está, no tiene escrúpulos para aliarse con quien sea con el fin de alcanzar su objetivo.
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Hará todo, pasará por encima de cualquiera, por más cercano que sea, si llega a sentirse agredida, amenazada, perseguida o, peor aún, desafiada. Solo Carlos Raúl Morales, eficientísimo diplomático de carrera y buen canciller en su tiempo, podría ser capaz de influir positivamente en Sandra. Por lo demás, muy poca gente buena queda dentro de la UNE.
Y está también Alejandro Giammattei, el eterno candidato, el que está rodeado por los mismos militares que acompañan a Jimmy, el que alcahuetea las torpes políticas del actual gobierno. Pero es blanco, tiene un apellido de esos difíciles de escribir, habla fuerte, es conservador y se refiere vehementemente a Dios y a Israel. Ello es suficiente para las sociedades urbanas, que niegan su clasismo y su racismo, pero que lo practican naturalmente y a lo mejor inconscientemente.
Con Giammattei solo podemos esperar continuismo. Un recrudecimiento en la persecución de defensores de derechos humanos, activistas sociales y periodistas. Un monigote más de la gran patronal, consecuente con las compañías extractivas e intolerante con grupos indígenas y de diversidad sexual.
Entre ellos dos Guatemala tiene que elegir. Qué ofertón, diría el meme.
El único ganador aquí es el sistema, al que no le importa cuál de estas dos opciones alcance el poder. Ha garantizado su permanencia y tendrá cuatro años más para recuperarse de los durísimos golpes que le propinó la Cicig y seguir inyectando miedo ante cualquier idea que lo cuestione o busque transformarlo.
Donde queda un hilo de esperanza es en el Congreso. Si se logra construir una alianza sólida y programática entre Winaq, Semilla, MLP, URNG y BIEN, será posible hacerle un buen contrapeso a la nueva noche oscura que se avecina. Hay tiempo para ello.
Hacer política de verdad y construir instituciones partidarias sólidas es quizá el único camino que nos queda para que dentro de cuatro años no nos toque andar otra vez de guajeros, buscando en la basura quién es el menos peor para gobernar.
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