Estas palabras parecen ser una alegoría de cómo los y las candidatas con más éxito tratan este tema y me recuerda un comentario de mi catedrática de biotecnología en la carrera de ciencias agrícolas de la URL: «tenemos que entender una cosa, el campo en este país está abandonado, no hay instituciones, fuerzas políticas que apoyen al campesinado en Guatemala». Esta clase la cursé en pandemia, detrás de mi compu y estas palabras no se me olvidan.
Leí la misma aseveración hace un par de días en un artículo de El País, dicha por otra mujer, hablando de otro país, pero resume a Guatemala de igual manera: «La investigadora Daniella Paola Gac, del Departamento de Gestión e Innovación Rural de la Facultad de Ciencias Agronómicas, de la Universidad de Chile, detalla el caso de su país para dar luces ante esta preocupante paradoja: “Nuestra producción de alimentos para consumo interno en Chile está casi enteramente en manos de los pequeños productores, pero tenemos un tejido social muy deprimido en los espacios agrícolas, no tenemos un campesinado activo, sino más bien uno que ya no quiere trabajar en el campo […] si cada vez existen menos campesinos, entonces nuestra seguridad alimentaria está cada vez más vulnerable”».
Un pueblo con hambre
Guatemala tiene uno de los índices más altos de desnutrición en la región, 46 de cada 100 menores de cinco años presenta menor talla a la que debería tener según su edad, lo cual afecta gravemente su desarrollo psicomotor. Esto a largo plazo perjudica gravemente las capacidades intelectuales, trasciende en su vida escolar, social y laboral, expande la pobreza y profundiza la desigualdad. Estas afirmaciones están escritas en el primer informe de monitoreo del presupuesto del Plan Operativo Anual de Seguridad Alimentaria y Nutricional (POASAN) del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi). Hoy en Guatemala, cerca de 4.6 millones de personas se encuentran en riesgo de inseguridad alimentaria, de ellas 1.7 millones son niños, niñas y adolescentes.
Además, la situación económica general está agravando la inseguridad alimentaria de las familias: los precios de alimentos y bebidas no alcohólicas muestran un incremento interanual del 10.0 % a junio del 2022. El promedio mensual de ingresos de los trabajadores se redujo en un 10.4 % entre 2019 y 2021.
Lo que más grave me parece y que quiero destacar es que el 86.5 % de trabajadores ocupados (6.3 millones) tienen un ingreso inferior al costo de la Canasta Básica Alimentaría.
No se atienden las necesidades de un pueblo con hambre. ¿Cómo podemos soñar con el desarrollo del que tanto se habla, con semejantes datos?
Una de las prioridades establecidas por el gobierno actual en materia de Seguridad Alimentaria y Nutricional (SAN) es la Gran Cruzada Nacional por la Nutrición (GCNN). El objetivo de esta estrategia es mejorar la salud y nutrición de la población, con énfasis en la niñez menor de cinco años, preescolares y escolares, mujeres en edad fértil, población rural e indígena en pobreza y pobreza extrema. Este plan con un nombre tan guerrero establece 114 municipios priorizados en diez departamentos: Alta Verapaz, Chiquimula, Huehuetenango, Quiché, Sololá, Totonicapán, Chimaltenango, San Marcos, Jalapa y Quetzaltenango.
Las conclusiones del reporte del Icefi son para seguir prendiendo las alarmas.
Efectivamente, hasta el primer semestre de 2022, se ha notado solamente un 42.1 % de ejecución del presupuesto vigente. Se agrega además que el Programa de Prevención de la Mortalidad de la Niñez y de la Desnutrición Crónica, el más relevante en materia de seguridad alimentaria, ha tenido un recorte de Q59.6 millones (4.6%) en su techo financiero y disminuciones alarmantes en sus metas de producción física, además de que la mayoría de sus subproductos presentan una ejecución por debajo del 40.0 %.
Repoliticemos los sistemas de alimentación
Necesitamos políticas públicas que incluyan inversión en protección, conservación y manejo de la agrobiodiversidad. Esto no es imposible, otros países como Brasil nos dan ejemplo de avances con su Programa de Adquisición de Alimentos (PAA), que promovió una gran diversificación en la producción de alimentos. Estoy segura de que la ruta está en valorar el territorio (por esta razón escribí La Fuerza de los Territorios), la producción local, la agricultura familiar, no del agronegocio. Éste no alimenta, solo exporta.
Llevamos décadas con otro tipo de valoración, el columnista Rigoberto Quemé Chay lo expresa muy bien en su columna Los juegos (coloniales) del hambre (3): «Recuerdo que, en el tratado de libre comercio entre el triángulo norte y Estados Unidos, impulsado por Alvaro Arzú, nuestro país se comprometió a rebajar los aranceles de importación, hasta una tasa cero, del maíz norteamericano en perjuicio de la producción nacional».
Son los circuitos cortos,[i] como se les llama cuando se habla de este tipo de producción, que tienen el potencial de mejorar la seguridad alimentaria y nutricional en los territorios en los que operan, lo que incluye no solo a los consumidores, sino también a los productores agropecuarios, sus familias y sus comunidades. Como mencionan CEPAL-FAO-IICA en este boletín: «La valoración de la agricultura familiar y local que alimenta, aporta a la la preservación del patrimonio ambiental y cultural del territorio».
[i]Se trata de que el consumidor adquiera directo del pequeño productor, sin intermediarios.
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