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Guatemala y Colombia: no es asunto de países sino de bandos

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Guatemala y Colombia: no es asunto de países sino de bandos

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  • El MP de Guatemala inició un proceso de investigación contra Iván Velásquez. Como con otras actuaciones recientes de la fiscalía anticorrupción, el proceso tiene poco sustento jurídico: más que un asunto de justicia se trata de cobrar venganza contra quienes persiguieron la corrupción en años pasados.
  • Los presidentes de ambos países escalaron el asunto como una cuestión de diplomacia internacional e hicieron sonar alarmas: Colombia es uno de los principales socios comerciales de Guatemala.
  • Más que un asunto internacional es cuestión de bandos internacionales. Por un lado alinea a conservadores, políticos corruptos e intereses de las élites económicas en ambos países. Por el otro pone a quienes promueven un estado de derecho con democracia y oportunidades más parejas y para todos.
  • Es poco probable que los intereses comerciales y de élite en ambos países sufran. Más bien parecen estar de acuerdo. Lo que sí es cierto es que se necesita un marco interpretativo nuevo para reconocerlo.
  • Echando mano de lo que dijera Antonio Gramsci sobre el turbulento período en que comenzaron a caer los viejos imperios europeos y surgió el predominio de los EE. UU. tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, quizá se trata de síntomas de un interregno, esta vez uno en que termina el triunfalismo neoliberal pero aún no se ha configurado algo nuevo.

En Guatemala, un fiscal mandadero abre un proceso torpe de investigación contra Iván Velásquez, el excomisionado de la Cicig y ahora ministro de la Defensa de Colombia. El asunto escaló cuando el presidente Petro, de Colombia, reafirmó el apoyo a su ministro y a su vida de combate a la corrupción, mientras que el presidente Giammattei en Guatemala aprovechó para lanzar ad hominems contra el pasado guerrillero de Petro. En la opinión pública guatemalteca se levantó la alarma: Colombia es uno de los principales socios comerciales de Guatemala. Pero el incidente tiene poco que ver con las relaciones diplomáticas y comerciales entre Colombia y Guatemala. Más bien ilustra una articulación de bandos que parten al continente a todo lo largo y sin atención a las diferencias nacionales: por un lado están quienes buscan movernos hacia más democracia e igualdad de oportunidades, por el otro los que no quieren que nada cambie, que es igual a decir que persista la injusticia, la corrupción y, sobre todo, la depredación.   

Un innombrable perro faldero de Consuelo Porras, la corrupta fiscal general en Guatemala, inicia un proceso mal diseñado contra Iván Velásquez, el ministro de la defensa de Colombia. No es por ministro, claro está. Tampoco por colombiano.

Parece obvio, pero entenderlo es indispensable para hablar sobre el incidente diplomático que se desató el 16 de enero por la noche. Resumamos: la fiscalía en Guatemala abrió el proceso contra Velásquez por su actuación como Comisionado de la Cicig, el organismo de Naciones Unidas que a solicitud del Estado guatemalteco y hasta 2018 persiguió la corrupción en dicho país.

Lo hace a pesar de que Velásquez goza de plena inmunidad por sus actuaciones como comisionado, porque así lo estipula el convenio de creación de la Cicig. En todo caso, el presidente Petro de Colombia respalda a Velásquez ante la imputación. En respuesta, el presidente Giammattei de Guatemala se pierde atribuyendo errores a Petro por su pasado como guerrillero. Y de vuelta Petro pone a Giammattei en su lugar, que es decir, en el pupitre del niño más bobo de la clase: cordura es luchar contra la corrupción.

Y de allí, el torbellino. Indignada, se divide la opinión pública en Guatemala por el supuesto daño que sufrirá la imagen internacional del país, y la fractura que causarán los poco edificantes comentarios del presidente Giammattei a las relaciones con Colombia.

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Lanzan desde la izquierda una pregunta retórica al Cacif, el inexpugnable cartel empresarial que lo infecta todo: ¿no se dan cuenta que Colombia es un socio comercial de primer orden para Guatemala? Por el contrario, se alegran los corruptos encartados y los asalariados de una fundación dedicada a librar exmilitares de persecución penal, porque ahora sí, alcanzará la mano sucia del poder en Guatemala a su archienemigo, el excomisionado Velásquez, como ya ha conseguido criminalizar, penalizar y forzar al exilio a más de una veintena de abogados, jueces, fiscales y periodistas, por atreverse a perseguir la corrupción.

Desde Washington el Subsecretario de Asuntos para el Hemisferio Occidental del Departamento de Estado reacciona: dice que está «disturbed» por la espuria denuncia de la fiscalía chapina. Es decir, está perturbado, trastornado, inquieto, agitado, alterado, trastocado, en fin, escoja el sinónimo que quiera, porque disturbed es lo que pasa cuando uno se da un golpe en la cabeza o se espanta por ver una película de terror.

Disturbed no es lo que debiera pasar en el centro neurálgico del poder global cuando un malandro de medio pelo, chambón y que para más inri ya figura en la lista Engel, se saca una cosa muy pequeñita del pantalón y sin más ceremonia procede a mearse en tu concepto de «Estado de Derecho». Excepto si realmente no importa o no se puede hacer nada al respecto.

Todo muy entretenido. Y todo impertinente. Opiniones mediáticas y en redes, comunicados diplomáticos del Norte, elogios o censuras por las respectivas barras bravas (hoy repentinamente especialistas en derecho internacional, que ya lo fueron también en epidemiología durante la pandemia y neokremlinólogos ante la guerra en Ucrania) todo ese ruido asume que el problema es de naciones, cuando es de bandos.

Lo dijo hace ratos Gareth Morgan con respecto a las organizaciones, pero igual se aplica aquí: vivimos en prisiones psíquicas, cárceles construidas por nuestras ideas preconcebidas. Y la prisión que hoy no nos deja pensar con claridad es ese genial pero restrictivo engendro Hobesiano, el Estado nación.

Sí, en el pasado los líos que importaban eran entre países: Francia tenía bronca con Alemania, los Aliados se aliaron contra el Eje, Egipto lidiaba con Israel, y así. Todavía pasa, como hoy en el plano comercial entre China y los EE. UU. Pero al menos desde que las grandes corporaciones se volvieron más ricas que muchos países, y sin duda desde que Bin Laden acabó con las Torres Gemelas y también con el siglo XX, han sido otros los frentes en que se combate. No reconocerlo lleva a cometer errores.

Primero, se asume que la calidad jurídica de la denuncia —la realidad objetiva de la evidencia que debiera sustentarla, el cumplimiento de requisitos legales al presentarla— importa para los propósitos de la fiscalía guatemalteca y que por eso desdice de ella. Pero la calidad solo importaría si hubiera propósitos institucionales de Estado, y no los hay.

Lo que existe es una intención política del bando que hoy controla al gobierno: eximir en particular a los encartados por el trabajo de la Cicig, incluyendo sus alcahuetes de élite. Y, sobre todo, cobrar una venganza ejemplar con su persecución, para que nunca jamás alguien vuelva a pensar que se puede conseguir justicia contra esos particulares privilegiados. Que dicho sea de paso, es la razón por la que resulta tan grave la ineficacia disturbed del Departamento de Estado: garantiza a perpetuidad que no habrá justicia en estas tierras olvidadas de Dios y hasta del Diablo, salvo si la practica Washington directamente, con pesada mano y desde su propia jurisdicción. Al gendarme global ya no le importa que el policía del vecindario esté en la paga de la mafia. Pero el gendarme global tampoco parece contar con amenazas creíbles para poner orden, ni siquiera en su patio trasero.

Segundo, se asume que los Estados son entes unitarios y que sus autoridades electas representan un interés nacional, es decir, del conjunto de sus ciudadanos. Pero eso tampoco es cierto, no tanto porque en la democracia siempre los gobernantes son electos solo por una parte de la población, sino porque, aún electos, no se consideran representantes de unidad nacional, sino apenas gestores de los intereses que financiaron su campaña. Adivine quiénes son para el caso de Giammattei en Guatemala.

Y estos mismos poderes, que patrocinan a gente como Giammattei, tampoco reconocen nunca la legitimidad de quien sea electo sin su venia, por mucha mayoría que pudiera tener. Así, en Guatemala hace rato no gana nadie excepto el candidato autorizado por la élite (y antes, aún cuando ganaron, fueron sumariamente disciplinados a base de intentonas de golpe).

Y en Colombia, tan parecidos somos, cuando al fin pasó, ni ganando legítimamente ni actuando como representante nacional el presidente Petro ni su ministro de la Defensa son tolerados, no digamos ya que reciban crédito alguno de su élite. Giammattei nunca hablará más que representando a los guatemaltecos que lo patrocinan; y en Colombia algunos no aceptarán que Petro hable por ellos, aunque sea su mandatario electo y tenga razón.

Aún queremos pensar equivocadamente que las viejas divisiones horizontales entre países —al Norte los Estados Unidos, en medio Guatemala, al sur Colombia, y así sucesivamente— son la forma de interpretar el problema. No hace tanto la opinión pública en Guatemala, representada por comentaristas de todo el espectro político, descontaba como ineficaces los esfuerzos de algunos directivos del Cacif, que en un ya insoportablemente lejano 2018 viajaron a Washington para hablar mal de la Cicig con legisladores republicanos estadounidenses.

Que eso nunca iba a funcionar, decía un conocido periodista de derechas en un programa de radio en ciudad de Guatemala, porque la persecución a la corrupción era una constante de la política exterior de los EE. UU., así la gestionara un demócrata o un republicano, un halcón o una paloma. Y sin embargo, poco después el entonces presidente Jimmy Morales declaraba non grato a Velásquez y cerraba la Cicig, mientras Trump volteaba la mirada a cambio de que nuestros shithole countries del llamado triángulo norte de Centroamérica prometieran maltratar a los migrantes allí mismo, antes de partir. Oops.

Hoy un amigo, también comentarista del mismo programa de radio, esta vez más por el lado izquierdo, vuelve a decir que «El MP [Ministerio Público] (sic) de Porras, Pineda y Curruchiche sigue tensando la cuerda de manera imprudente e innecesaria». Y retóricamente pregunta al Cacif si esto será bueno para los negocios.

A mí —irrelevante mirador de toros desde la barrera— no me queda, sin embargo, sino exasperarme. ¿Cómo seguir creyendo que la injusticia en Guatemala es inconsistente con el modelo de negocios de su élite? Lo describe hasta el hastío Juan Alberto Fuentes en La economía atrapada: es precisamente de la injusticia de donde sale la riqueza en ese país.

¿Por qué pensar que los negocios sufrirán si se arma una pelea con «Colombia» (así, en general)? Los ahora socios colombianos de la élite beneficiaria de la injusticia guatemalteca son los mismos que en el país sureño movieron el «no» al fin de su guerra, son los mismos que hoy ya claman por la renuncia de Velásquez y piden todos los días a la virgen de Chiquinquirá que acabe con el gobierno de Petro.

Hasta da para imaginar un quid pro quo (y aquí sí corro el riesgo de caer en la conspiranoia): en Guatemala se inicia un proceso contra Velásquez, con lo que en Colombia hay excusa para iniciarle un juicio político, que ya suficientes enemigos se ganó allí persiguiendo la parapolítica en tiempos pasados, no digamos ahora señalando a los corruptos en el mismo ministerio que dirige. Ya luego los socios guatemaltecos y colombianos cuadrarán las cuentas con nuevos y mejores negocios mutuos. ¿Quién dice que para algo de esto hace falta un proceso fiscal bien armado, o que con ello se amenace el comercio?

El asunto tiene antecedentes. Hace un siglo comenzó a cristalizar en Europa el pacto entre fascistas italianos y nazis alemanes. Dos décadas después desembocó en la catástrofe que fue la segunda guerra mundial. Pero al principio eran movimientos nacionales, sembrados en el resentimiento de quienes salieron mal parados de la primera guerra mundial, regados con racismo y discurso de odio, cuidados con esmero por élites que dieron alas a políticos que practicaban la más baja demagogia, marginales incapaces de construir nada bueno.

No fue por italianos ni por alemanes que arrastraron al resto de su gente, sino por abyectos. Ambos persiguieron judíos, homosexuales y personas con discapacidad. Pero no lo hicieron por perseguir italianos o alemanes, aunque sus víctimas lo fueran, sino porque eran judías, homosexuales o vivían con discapacidad

Sí, el envase en que se vertió el veneno fue nacional, pero lo que esa gente hizo fue partir a Europa en dos, no tanto entre ingleses, y franceses, por un lado, y alemanes e italianos, por el otro, sino entre justos o injustos, así fueran ingleses, franceses, alemanes, italianos o cualquier otra cosa. Y con su polarización —mínima primero, pero luego cada vez mayor— daban forma al interregno Gramsciano, entre el orden colonial, muerto ya por la Primera Guerra Mundial, y una nueva estabilidad que no terminó de concretarse definitivamente hasta la pax (¿?) americana liberal que inauguró los 30 años gloriosos, al fin de la Segunda Guerra Mundial.

Por supuesto, la certeza de esta lectura no vendrá sino hasta que podamos verlo todo con la claridad que da la distancia de los hechos pasados, pero sugiero que en nuestra trifulca latinoamericana hay algo qué aprender. Lo que hoy experimentamos es evidencia de una alineación entre partidarios de dos bandos a lo largo de todo el continente, síntoma del nuevo interregno que otros ya señalan.

Por el lado conservador, elitista y beneficiario de la corrupción, esa alineación pone juntos al partido republicano, alegremente dedicado a desmantelar la democracia estadounidense, y lo vincula con el poder corrupto y elitista en Guatemala a través de gente como Marco Rubio y los líderes de algunas iglesias pentecostales.

Esa alineación enlaza a Alejandro Giammattei, servicial capataz de finca, rodeado como está de una caterva de frenemies: extorsionistas jurídicos, políticos y económicos que viven en delicada componenda solo porque juntos es más fácil (y seguro) mamar de la teta del Estado. Y extiende un tentáculo, como pulpo en lo más agónico del sexo, hasta los entusiastas inversionistas colombianos que hoy hacen negocios en Guatemala, con todo y su propia corte de conservadores provida, y que tienen su propia lucha con el gobierno izquierdista de Petro.

Por el otro lado queda una colección más dispersa. Entre muchos otros, por ejemplo, en los EE. UU. incluye Demócratas con mayúscula y demócratas con minúscula, afrodescendientes y migrantes; en Guatemala, líderes de organizaciones sociales que luchan por la justicia, por los derechos humanos y por el buen vivir de los pueblos indígenas; y en Colombia, gente que quiere darle una oportunidad a la paz y se ha cansado de una economía de derrame que nunca derrama más que miseria.

Seamos claros: nada de esto exige suponer conspiraciones. Sobra con la coincidencia de intereses que hace converger a las personas. Precisamente por eso es más sólida la alineación del bando conservador, elitista y corrupto, porque le basta un principio —no al cambio— y un método —hacer trizas todo lo que no le gusta— tomado literalmente para los seguidores de Trump y Bolsonaro, y con bastante más sofisticación por quienes en Guatemala se han dedicado desde 2018 a desmantelar el incipiente progreso del sistema de justicia.

Y por eso le cuesta tanto ponerse de acuerdo al otro bando: porque mientras es fácil alinear a una turba si se quiere invadir el Capitolio (basta señalar la puerta a violentar y dar a cada uno un garrote), es mucho más difícil cuando se quiere construir algo distinto, algo mejor, porque eso incluye de todo, desde energía limpia hasta migración ordenada, pasando por democracia funcional y derechos de los animales.

En todo caso, esa alineación parte en canal al continente entero: por un lado elitismo, corrupción y violencia, que no son sino más de lo mismo en Latinoamérica; y por el otro la incierta y difícil tarea de conseguir un bienestar más justo y para todos—. De arriba abajo abre al continente, lo eviscera y lo deja como la res, colgada de cabeza, despojada de su dignidad.

Para la res, el cuarto frío es también un interregno: ya no es el animal vivo en el prado, pero tampoco es aún comida, el corte para la cocina. Es otra cosa, el resultado mórbido de matar a la bestia, donde aún se perfilan las formas que tuvo, pero sin su hálito de vida.

Igualmente, hoy el continente abierto en canal deja de ser lo que era —la América panamericana, la de los sueños democráticos, de las naciones liberales y unitarias, de pobres invisibles y banderas e himnos decimonónicos— pero aún no atisbamos a saber en qué —bueno o malo— podría convertirse.

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