Muchos somos hoy los que de una u otra forma bordeamos esa temática social ya sea para extraer datos, incidir en la política pública, interpretar la ruptura del tejido social, darle respuesta a la violencia o contar historias que nadie más contaría. Pero son pocas las plumas, como la de Javier Valdez, que desde la década de los 90 del siglo XX han hecho suyo (como ningún otro) el tema del narcotráfico en México. Javier fue galardonado por el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ), radicado en Nueva York, con el Premio Internacional a la Libertad de Prensa (2011). La Universidad de Columbia le otorgó en 2012 el Premio María Moors Cabot. Javier había hecho algo a lo que pocos se atrevían: la cobertura del narco, pero poniéndoles nombre y rostro a las víctimas, contando sus testimonios olvidados.
El pasado lunes lo acribillaron en el centro de Culiacán. Así de fácil fue silenciada una de las voces que con mayor finura había tocado las fibras del narco-Estado mexicano.
Javier tenía una franqueza de esas que ofende a las pieles sensibles. Pero su experiencia de casi 20 años en la temática narco le daba la autoridad para hacerlo. Había abierto el camino. Había empezado a construir casi una escuela de cómo comprender el fenómeno del crimen organizado. No se trata solo de modelos teóricos. No se trata solo de estadísticas. También se trata de estar en las plazas, en los bares, en las cantinas y en todos los microespacios donde la cultura narco está presente. Era de los de meterse en los lugares turbios, ya fuera la sierra de Sinaloa para hablar con los locales que cultivan la amapola, o en los narcoburdeles, donde la estética del narco hace de las suyas. La única diferencia es que Javier comenzó a realizar estos ejercicios exploratorios de trabajo de campo antes que muchos. Y sin cámaras para producir documentales. Para Javier, en esencia, su formación como sociólogo le hacía entender que lo que pasaba abajo (en la dinámica micro) era un perfecto modelo de lo que sucedía arriba (en la dinámica institucional).
Muchas veces le escuché decir la siguiente frase: «En México aprendimos a cubrir la nota narco a punta de chingadazos». Llevaba razón. Hoy todos pueden hablar de los nombres populares del narco, pero extraer esos datos cuando las historias del narco aún no eran chisme viejo requirió mucha sangre fría. No solo buscar la información y acercarse a los testimonios, sino también contar las historias para nombrar a los anónimos. En el 2011 publicó su libro Los morros del narco (los muchachos del narco). Ya en dicho texto se planteaba el uso que el narcotráfico haría de los menores de edad. También hacía énfasis en que, en una sociedad que voltea la cara a sus jóvenes, el narco los recibe con los brazos abiertos. ¿Quieres entender el fenómeno narco, David? Tienes que poder sentarte en un tugurio, tomarte dos tequilas y comprender la razón por la cual el corrido que se toca levanta a las plebes. Aquí es donde ellos son por fin no alguien, sino algo. Esos tres minutos de gloria pasajera valen más que un título universitario o una profesión cualquiera. Sí, darnos de chingadazos en México mucho antes de hablar de los ninis fue hablar, confesar y reconocer a los morritos del narco, desechables y reemplazables, de los cuales hay cientos de miles que fácilmente terminarán en una fosa común.
Darse de chingadazos requirió también ponerles nombre a las mujeres víctimas del narco. Tantas jovencitas de escasos recursos que de una u otra forma pasaron por esa máquina trituradora de personas que son los carteles. La mujer tiene función y jerarquía en el narco, pero también es desechable. Algunas solo murieron por enamorarse del muchacho equivocado que les había prometido sacarlas de la maquila: muchas se llamaban María, Denisse, Xiomara, y tenían sueños. El narco les quitó sus sueños y también las desfiguró y desmembró. Darse de chingadazos, además, significó hablar de la madre que pierde a su hijo porque su hijo es un sicario o al menos así lo plantea la versión oficial de los hechos. Es hablar del padre de familia desesperado que busca a sus hijos desparecidos y se niega a aceptar la versión oficial. Ellos también tenían nombre. Y sus historias merecen ser contadas. Darnos de chingadazos obligó también a contar las historias de comandos armados que desaparecieron a pueblos enteros: mujeres, niños y ancianos que la pagaron solo por vivir en el lugar equivocado. Esas historias también tienen nombre.
¿Por qué escribes sobre el narco, Javier? En su texto titulado Con una granada en la boca nos da la razón verdadera: «Tengo que tratar de escribir para rescatar la voz de tantas personas hundidas en la desesperación y en una esperanza enferma». Amén.
Qué fuerte. Qué real. Si tocaron a Javier, tocan a cualquiera. Todos los que hablamos del crimen organizado no solo buscamos explicaciones científicas y datos. También queremos contar historias para que no se olvide lo que pasó. Para que las versiones oficiales de los hechos no institucionalicen la mentira. Hemos dicho que en México nos faltan 43, pero en realidad nos faltan más de 70 000 desaparecidos, casi todos jóvenes. Y no, no todos eran narcos ni sicarios ni halcones ni banderas. Eran campesinos desplazados por el tratado de libre comercio, que pasaron del maíz a la amapola. Eran jóvenes trabajadores temporales, vacacionistas y estudiantes a quienes el cartel los confundió con la contra: los matan y entierran con el bus completo. Eran muchachos normales que, por andar en la calle de noche, la Marina o el Ejército simplemente los levanta. No se vale. No tiene madre. Un país que en vida deshumaniza a sus jóvenes y a sus mujeres, pero que en muerte los cosifica en falsas cifras oficiales.
¿Por qué escribes sobre el narco, Javier? Porque somos trovadores de la verdad incómoda: del pacto en lo oscurito, de los daños colaterales (inocentes), de los «xxx», de los levantados, de los torturados y de los desaparecidos. Ellos también fueron y tenían nombre.
Gracias, Javier, por las enseñanzas y las charlas. México nunca te mereció.
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