La batalla de los parqueos
La batalla de los parqueos
Durante tres días, la batalla. Un lugar que defender. Primero con insultos, con amenazas, con gritos, con golpes. Luego, un segundo día, de tomar las herramientas de trabajo y readecuarlas como armas en el campo de conflicto (los trapos que vuelan, los botes que son estridentes, el agua…). Todo lo que pudiera aportar una mínima posibilidad de ahuyentar, de mantener a raya al enemigo, de ¿amedrentar?, ha parecido útil, en esta afrenta entre dos bandos de cuidadores de carros separados por largas filas de autos/clientes aparcados, inertes y asoleados. Es la lucha que se da por un nimio territorio dentro de la ciudad. Un espacio, sin embargo, en el que ellos, los cuidadores, se ganan la vida, casi como un empleo. Llegar así hasta la intención de lapidarse unos a otros. Las piedras desde un bando hacía el otro bando, viajando, lastimando, defendiendo (un poco de sangre –nada grave–). Una batalla así cada día, durante tres días, dos grupos de cuidadores de carros enfrentados en un callejón del Centro Histórico de la ciudad de Guatemala.
1.
Al principio –si el principio puede ubicarse a las 5:00 de la mañana– los cuidadores de carros no pasan de ser más que algo comparable a una sombra. Bruma. Siluetas apenas que exhalan frío, aliento y somnolencia. Están allí afuera, errantes, desde muy temprano. Saben que la ciudad antes de que amanezca debe pertenecerle a ellos y a nadie más. Es la consigna: estar allí antes de que la ciudad suceda, despierte, se vuelva loca y se llene de autos. Su deber, por decirlo de alguna manera, es amanecer antes de que amanezca.
Entonces llegarán los clientes, los autos, la paga, poco a poco. Así en un buen número de calles. Así, cada día, en este callejón de la zona 1.
Trapo en mano, como única acreditación, la jornada de estacionamientos se resumirá en chiflidos y órdenes como gritos suaves: “dele, dele”; o a veces duros pero no severos: “allí estamos”, “dele otro cacho, seño”; los indagatorios como “¿se lo cuido?”; y también los que sirven de guía: “le queda un metro, le queda medio metro, ¡20 centímetros de la banqueta!”. O el regaño: “¡Hasta allí déjelo!”. En ocasiones, no sin algo de malicia, como una leve venganza tras haber llevado tanto sol durante 10 horas laborales, la fuerza de sus manos somatará un capó. Es la estridencia como despedida.
Pero aquella madrugada algo ocurrió para que cada cosa dejara de ir de acuerdo a esta cotidianidad. Un error en el sistema. En este sistema. Y fue desde temprano: la invasión. Cuando la batalla se dio por iniciada.
Aparecieron desde las dos esquinas, dos en cada extremo. Estaba oscuro todavía. Unos, los de siempre, ya empezaban la faena, delimitaban el espacio para los autos. Cubetas y cuerdas y palos, casi como un proceso análogo a lo que hacen los científicos en una extracción arqueológica, cuadriculaban los parqueos en fragmentos de 3 por 2 metros. El área exacta en la que puede caber un automóvil. Una cubeta: un auto. Una cuerda: un auto. Un territorio, un lugar de trabajo.
En suma: su oficina.
Los otros, los recién llegados, alegaron. A voces alegaron. Reclamaron parte del espacio. Que no era de nadie, gritaron. Que todo el callejón era un espacio público, increparon. Que nada de oficinas fijas. Que nadie jamás (y nadie jamás lo hará) ha dado autorización para que gente como ellos cuide así los carros en Guatemala. Que ellos, los otros, en todo caso, llegaban para quedarse. Para quedarse con el negocio, gruñeron, vociferaron.
¿Cómo defender un espacio que has ganado durante años aunque sepas que nunca, nunca, será tuyo, que no debe ser tuyo aunque te hayas adueñado de él, que es de la ciudad, de quien quiera estacionarse ahí sin que tú le cobres por ello, sin que (así lo ven ellos) les extorsiones, que nada de eso en realidad te pertenece? Que no sabes hasta qué punto es ilegal (¿O sí lo sabes?). Que no sabes si puedes defenderte, ni con qué, con quién avocarte. Nada. Y sin embargo, es lo que te da trabajo.
–¡Venimos para quedarnos!
Más de media docena de luces en el callejón se encendieron. Eran aquellos vecinos que se asomaban, que oteaban desde las ventanas. Era aquel hombre que estaba a punto de salir a trabajar y se abrochaba el uniforme de Mcdonald’s; era aquella señora arrugada y pequeña que se presenta como maestra; aquella pareja que sale a esta hora para llegar temprano a sus puestos burocráticos… Más de media docena de vecinos que se apresuraron, en 1-2-3, a transitar de un estado de curiosidad a la indiferencia. Las luces se apagaron.
En medio las sombras discutían. Los insultos, los gritos, las amenazas. Ni un solo auto/cliente había llegado todavía. El callejón estaba vacío. El sonido, amplificado. Un golpe seco, sin palabras, la primera defensa. Manotazo al pecho. La pelea… Barullo, caos. “¡Cabrones, cabrones/malditos!”. Media hora más tarde, entre confusión y jadeos, un “están-avisados/mañana-no-los-queremos-acá”. Más jadeos… Más confusión. Tirados, golpeados, el territorio, el empleo, al menos por ese día, todavía seguía siendo del bando original. Pero ¿y mañana…?
La paga es mínima o puede ser amplia, siempre depende. Nunca se sabe en realidad. Es un trabajo de incertidumbre, de Q2 o Q3, Q10 en el mejor de los casos aquí. En otros lugares Q20. O también, cuotas mensuales –Q200, Q150– de los autos/clientes asiduos, de los que regresan y de los que regresarán cada día. Ni un solo céntimo en algunos casos. Lo cierto es que en un callejón normal, como éste, las filas de carros llegan a una cantidad equivalente a 30 de cada lado. La persistencia, el aguante, es lo que hay.
2.
Murmullos, igual a movimiento. Los cuidadores de carros, los de siempre, ya colocan sus herramientas de trabajo. Los botes, las cuerdas, los palos que recomponen cada 24 horas este mismo escenario, siempre antes de que amanezca: el espacio para los autos de los clientes. Así ha sido desde hace diez años para ellos. Poner-quitar. Cuidar-lavar. Cobrar. Hay ruido. Son las 5 menos cuarto de la mañana, más o menos.
El ruido es a causa de los botes estridentes, esos mismos que caen, que rebotan en el suelo; han sido pateados. A esta hora, allí vienen. Los otros, los recién llegados. Botes, cuerdas, todo el cuadriculado, el diseño de un parqueo improvisado, es lo que se ha venido abajo. Todo es pateado y aventado a esa hora. Aquella amenaza como promesa que se cumple, más concreta, en un grito: “¿Estaban avisados, serotes?”. Y con el grito, las luces en las vecindades que se encienden. Los pocos rostros que se asoman. De este lado del callejón los cuidadores de carros, los originales, se preparan.
Es entonces cuando las cubetas vuelan. Los trapos vuelan. Los palos consiguen golpear a más de alguno. El agua que sale desde una manguera, como último recurso, intenta dibujar una distancia. Ahuyentar, mitigar, mantener a raya. Pero el agua, apenas, es ridícula, es un chorrito; es todo menos un arma poderosa.
A esta hora alguien –un vecino, desde una de esas ventanas iluminadas– ha llamado a la policía. Dos radiopatrullas ululan, se acercan; iluminan todo el callejón de rojo-azul, azul-rojo, rojo-azul de arribaabajo. Dan una ronda. Media vuelta. Pero el callejón está por completo vacío. Ni muy desordenado ni muy destartalado; hay botes y palos, sí, pero en resumen sólo está vacío. La radiopatrulla pasa, anodina, innecesaria. Los dos agentes en su interior –uno de ellos come una manzana– no se enteran, no han visto, no quieren suponer que vieron y no se bajan. Sólo pasan. Sólo son contexto. Sólo atrezzo.
3.
Sólo cuando hablas brevemente con un cuidador de carros –acá, los de este callejón de la zona 1, los de siempre, son cinco en total– te enteras de todo lo que está en juego. Lo normal. Como detrás de todo, hay una familia. La expectativa de un hijo a punto de graduarse de la universidad. Una renta. Una madre enferma. Te enteras también de que ellos, los de siempre, tienen diez años de haber llegado a este callejón. Su líder –bigote adusto, ralo, 40 y tantos años– es ingeniero químico, profesional graduado, pero optó por esto, por el callejón, porque pronto vino el primer niño de imprevisto, a principios del año 2000, sin nada a “donde llegar a ser feliz”. Triste, admite que es el líder únicamente porque es él el que se encarga de dar los recibos a los autos/clientes (¡recibos!); de distribuir y repartir las ganancias; de llevar un control; de saber cómo están de suministros, los insumos, por ejemplo, jabón, trapos “y esas cosas”.
Ahora a su alrededor, alrededor de los cinco que en el transcurso de la mañana van abandonando la bruma, las siluetas, hay un pequeño grupo de vecinos. Es lo que sucede, la confianza, la que se gana con los años. La solidaridad que en este país jamás es espontánea. La preocupación, la ansiedad sobre lo que sucederá está presente en esa pequeña reunión informal. Allí está el hombre bajito que les vende el agua para sus cubetas. La señora gorda y ojerosa que les guarda como un favor todas las cubetas y los trapos. Y algunos otros que saben, que recuerdan, que ellos siempre han estado en ese lugar y que dicen no entender por qué alguien más los quiere sacar.
“No sabemos quiénes son o de dónde vienen”, es lo que dicen los cinco en esa reunión vecinal, en la mañana del segundo ataque. Poco tiempo después de que han logrado recuperar sus herramientas de trabajo. Argumentan, en el transcurso de la pequeña asamblea, que ellos no se irán.
Mañana, lo dicen muy seguros de sí mismos, estarán de nuevo por acá.
Quizá el otro bando también regrese.
4.
A esta hora de la madrugada la mayor parte de las luces en las casas están encendidas. Una situación poco habitual. La calle, como pocas veces a esta hora, luce solitaria. Las cubetas, los trastos de los cuidadores de carros, no obstante, están allí, junto a la puerta del vecino bajito que les vende agua. Ellos, los de siempre, han cumplido con regresar. Hay de hecho esta mañana algo de tranquilidad. Y es lo suficientemente raro como para estar alerta.
Aparecen, minutos después, los vecinos que deben ir a trabajar. Siempre es la misma hora cada día para ellos. Es un ritual. El hombre con el uniforme de Mcdonald’s; aquella señora que ha dicho ser maestra; aquella pareja de los puestos burocráticos. Pasan los segundos, y es extraño, allí parados ninguno de ellos se ha querido retirar. Se quedan, se quedan en el callejón. Parece que han notado algo. Algo anormal. Es entonces cuando lucen todavía más paralizados. Se pegan a una pared. Se cubre cada uno el rostro con los antebrazos. Intentan protegerse. Las piedras empiezan a caer por todas partes.
Pasan minutos de las cinco de la mañana cuando transitan, cuando corren, lo más rápido que pueden, aquellos cuatro que habían venido a invadir. A reclamar parte del espacio público. Que aquí, al parecer, a fin de cuentas, tiene un “dueño”. Un territorio que sirve sobre todo para ganarse un sustento. Algo que vale la pena defender hasta con piedras. Los recién llegados se repliegan e intentan tomar una posición. Regresan, aunque torpes, algunos de los aerolitos: hacia la nada. Los otros, esta vez el bando original de los cuidadores de carros, los han emboscado y vienen muy cerca detrás de ellos. Están a punto de abalanzarse sobre el bando invasor… que logra escapar. Que huye. Que se escurre hacia alguna otra avenida del Centro Histórico de Guatemala. Que se pierde como una bruma a estas horas.
Hoy, el cuadriculado de los parqueos lucirá un tanto diferente. Minilítico. Construido a partir de muchos montoncitos de piedras pequeñas, aunque no diminutas (allí por si acaso, otra vez). Es el fin de la batalla por los parqueos. Por el territorio para un modo de ganarse la vida, casi como un empleo. El fin de las invasiones bárbaras.
Luego de casi tres semanas, aquellos, los recién llegados, no han decidido regresar. Los vecinos reposan. Las madrugadas de nuevo normales han recuperado sus ruidos también. Una cubeta, unas cuerdas y unos palos que resuenan arrastrados sobre el asfalto.
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