La crisis política contemporánea: ¿Falta de alternativas?
La crisis política contemporánea: ¿Falta de alternativas?
Quizás la convicción más profunda que compartimos los miembros de la aldea global —inmensa y compleja, pero aldea al final— es la certeza de vivir en una época ardiente pero sombría, cuyos desenlaces trágicos afectarán las perspectivas de futuro de la siguiente generación. Los datos que alimentan esta certeza son escalofriantes y, a pesar de que vivimos en la época de la posverdad, ya no pueden ser desechados como sermones de una élite de expertos. La evidencia es apabullante y demanda acciones generacionales inmediatas.
El rasgo más alarmante de esta crisis es la aceleración de los cambios. En un libro reciente sobre el cambio climático, David Wallace nota que el camino que lleva a la catástrofe climática tomó una sola generación y que la tarea de resolverlo le corresponde tan solo a otra[1]. Las soluciones deben adoptarse, sin embargo, en medio del conflicto que supone la creciente desigualdad que se manifiesta en sencillos datos numéricos: en 2015, 62 billonarios poseían recursos equivalentes a los de la mitad más pobre de los habitantes del planeta; ese exclusivo club contaba en 2014 con 85 personas y en 2010 con 388[2]. Este creciente abismo se abre en un escenario en el que el agotamiento del agua empeora las perspectivas de desastres «naturales» y migraciones masivas. Esta crisis multisistémica, no ajena a problemas perennes como el hambre, incide en el incremento de la violencia, el descontento y la desesperanza. Estos sentimientos colectivos, proyectados sobre los más vulnerables, convocan el nuevo avatar del fascismo globalizado y un «terrorismo» que adquiere visos de guerra civil global.
La angustiosa situación descrita arriba supone sin duda la crisis de la política. Precisamente, en un intento reciente de capturar la multidimensionalidad de la crisis contemporánea, el teórico catalán de las redes sociales Manuel Castells considera que la crisis se alimenta de la ruptura política entre los gobernantes y los gobernados. Castells hace hincapié en que cerca de dos tercios de la población global considera que los políticos no los representan. Este fenómeno debe vincularse con la progresiva erosión del aparato estatal debido a la lógica de la globalización y el preocupante ascenso de la ultraderecha [3].
Sin embargo, el desencanto y desafección políticas también hunden sus raíces en la apresurada e inducida convicción de que no existen alternativas. La situación parece confirmarse con la aparente evanescencia de los movimientos de resistencia. Las primaveras árabes cedieron el paso a dictaduras y al caos; el movimiento Occupy Wall Street se hundió en el horizonte sin lograr cambios institucionales profundos; en nuestro país, la enérgica protesta que derrocó a Otto Pérez Molina ha dado lugar a un período de indiferencia ciudadana el cual ha sido aprovechado por las mafias político-militar-empresariales para recuperar el espacio perdido y consolidarse, de manera abiertamente insolente. Con todo, las crisis apuntadas han dejado huellas profundas en la conciencia global. La situación en Guatemala, por ejemplo, ya no podrá ser como la que privaba antes de abril de 2015, en la cual no se habían generado las certezas de corrupción que han generado una permanente conciencia de indignación. La agudeza de la crisis se ha instalado en la sensibilidad política contemporánea apuntalando la convicción de que el mundo se encuentra en un callejón sin salida.
En todo caso, el punto de inflexión de la actual crisis debe ser colocado en un ámbito previo a la ruptura señalada por Castells. Este debe ubicarse en las nuevas estrategias de creación de la subjetividad ciudadana. La razón consiste en que una gran parte de los procesos de socialización contemporánea desactivan los mecanismos de creación de la voluntad política reflexiva y autónoma. En este sentido, Christian Laval y Pierre Dardot[4], afirman que nos encontramos frente a la producción de un nuevo sujeto. La crítica de la actual crisis tiene que ver con el predominio del neoliberalismo, ya no como ideología económica sino como «razón del mundo» —para decirlo con Laval y Dardot—. En ese sentido, Philip Mirowski piensa que la resiliencia del neoliberalismo se debe a que este se ha asentado en el mundo de la vida cotidiana, en el modo de un «inconsciente cultural» que lo hace inmune a los desastres que este provoca[5].
En la actualidad, se genera de nuevo una serie de movimientos en contra de la crisis que no deben desaprovecharse. En la aceleración de las circunstancias, las luchas recientes deben ser analizadas como una creciente protesta contra el sistema vinculado con los movimientos de la primera década de este siglo. Desde luego, esto implica diferentes expresiones en diferentes lugares. Sin embargo, cabe insistir en que nos encontramos en la cúspide de la necropolítica neoliberal y su recuento de vidas perdidas —no solo por la violencia criminal, sino por la depresión, la extrema precariedad, la imposibilidad de vivir en ninguna parte y, en general, la incapacidad de anticipar el futuro que puede abrir la acción autónoma.
A continuación, trataremos de identificar algunas de las áreas y procesos a partir de los cuales se constituye este nuevo sujeto para posteriormente sugerir algunos cambios para eludir esta opresiva subjetivación que solo puede producir ciudadanos enojados que votarán por outsiders aunque estos también reflejen la estupidez funcional al sistema. Guatemala es un ejemplo de ello.
La política de la precarización
En un libro reciente, Isabell Lorey sostiene que, si no se entiende la precarización, no se puede comprender la política y la economía del presente. Ya es un lugar común decir que la precariedad ya no es una ofensiva distinción de la periferia, sino que ha llegado a diseminarse en el ámbito del «Primer Mundo». Como lo hace ver Lorey, este tipo de inseguridad favorece la lógica acumulativa del capitalismo[6].
La institucionalidad política contemporánea, diseñada para optimizar la extracción de riqueza, asume la inseguridad y la precariedad. Las personas viven en un perpetuo estado de emergencia que no les permite ocuparse de asuntos de largo plazo —entre estos, las transformaciones políticas necesarias para erradicar estos problemas estructurales—. El problema urgente para cada persona concreta es salir de la crisis presente; conseguir el ingreso perentorio para resolver el problema actual, la educación de los hijos o el seguro. No se protesta incluso en los ámbitos de interacción cotidiana, puesto que llegar a exigir un trato digno es un suicidio laboral o una autoexclusión en otros ambientes.
Dentro de la lógica del precariado se inserta la hegemonía del miedo, emoción paralizante que ha devenido un rasgo de la época. Ya no se trata de la sociedad del riesgo en el sentido de Ulrich Beck. El miedo configura la subjetividad frente a los múltiples riesgos de la existencia. Un ambiente cada vez más frecuente de acoso laboral incrementa la desesperación y la depresión. El filósofo alemán, Byung-Chul Han subraya las consecuencias políticas de este fenómeno cuando afirma que las enfermedades de «la depresión y el síndrome de burn-out son la expresión de una crisis profunda de la libertad»[7].
En este contexto, la depresión no es un síntoma de las sociedades afluentes, sino que cada vez se convierte en un factor permanente de incapacidad; de hecho, ya la Organización Mundial de la Salud consideraba en 2012 que para 2020 la depresión sería la segunda causa de discapacidad[8]. Quizás no exista un testimonio más impactante de este fenómeno que el suicidio mismo del crítico cultural Mark Fisher, quien subrayó el vínculo entre depresión e inseguridad económica. Para el malogrado escritor inglés, la salud mental es un asunto político, no un estado que puede ser desenraizado por medio de la modificación de la química cerebral.
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Estas consideraciones asumen que un horizonte de vida seguro es una necesidad humana. Pero el sistema no puede satisfacer esta demanda, en tanto el mecanismo contemporánea de acumulación de riqueza, generaliza la precariedad. Incluso la educación se ha reducido a una inversión en la que se «aprende a aprender». Simplemente se acepta que la estabilidad vital es una aspiración imposible; de este modo, la flexibilidad se constituye como una aparente solución al problema de la inseguridad, inestabilidad y la precariedad inducida por un sistema que puede ahorrarse la participación humana para aumentar la riqueza.
La seguridad es, pues, un reclamo fundamental de las mayorías. Su inexistencia, lamentablemente, genera una serie de populismos reaccionarios que se encaminan a tratar estos problemas. Desde luego, este término no se puede usar en el sentido descalificatorio que es usual; aquí se hace referencia a ese momento de manejo de las poblaciones y no a la emergencia de perspectivas inclusivas que tematizan las aspiraciones de las mayorías. Entonces funciona la lógica del chivo expiatorio, expresión de la barbarie del presente.
Naturalmente, la precariedad del mundo se refleja en la política. No existen proyectos de largo plazo y, por lo tanto, no se quiere ser ni de derecha ni de izquierda, porque se vive instalado en el instante, en la indecisión, en el momento eterno de la crisis que no cesa. La precarización, por lo tanto, se convierte en un rasgo intrínseco de la vida actual: el sujeto precario se hace responsable de su fracaso vital. No es casual que los anaqueles de libros de autoayuda colonicen con creciente agresividad el espacio de las librerías.
Es un contrasentido pensar que la seguridad se va a conseguir en un sistema que promueve la inestabilidad que configura las expectativas de las personas concretas. De este modo, la gestión del descontento se encarga a los mecanismos de vigilancia. Las técnicas de autoayuda descargan la inestabilidad social sobre los hombros de las personas. Ya ni siquiera el liberalismo puede basarse en un plan de vida cuando no existe la posibilidad de un marco de expectativas con sentido.
La gerencialización del sujeto
Según Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández Rodríguez, la figura de la empresa se ha constituido en el «paradigma inequívoco de la organización». Esto ha llevado a que las «lógicas económicas típicas a la actividad empresarial y el funcionamiento del mercado se difundan e incrusten en todos los ámbitos sociales»[9]. Los discursos políticos contemporáneos asumen marcos de sentido propios del mundo empresarial. El ser humano contemporáneo es un emprendedor. El sujeto que fracasa no se sabe vender, no se explota como capital humano. De manera paralela, el implacable CEO se convierte en el modelo a seguir en el darwinizado mucho de la economía[10]. Esto genera un ambiente de trabajo de sobreexplotación debajo de la flexibilidad.
Las consecuencias para la vida política son fáciles de colegir: una pluralidad de sujetos que siguen sus proyectos propios, sin prestar apenas atención a la dimensión política, la cual es intrínsecamente colectiva. La competitividad se convierte en el norte organizacional de la sociedad y de los seres humanos concretos. Las aspiraciones del ser humano se dictan en función de la dinámica del mercado distorsionado del neoliberalismo. En consecuencia, los seres humanos se venden, se compran, se cambian y desecha y tienen fecha de vencimiento en el mundo de la obsolescencia programada.
Tanto Carl Cedestrom como Peter Fleming han criticado las insidiosas maneras en que el neoliberalismo establece un sistema ideológico que asegura la sobreexplotación de las personas. Entre estos se encuentran esas técnicas de autoayuda, importantes para configurar a los sujetos que piensan que el bienestar depende de la propia actividad. Las bases ideológicas de este sistema integran al ser humano dentro de la órbita de la producción, especialmente las que distinguen al capitalismo digital.
La ideología del gerencialismo se torna en tecnología social destinada a colonizar la vida del empleado y el ciudadano. Esta ideología, desplegada en el mundo del trabajo ya precarizado, se realiza en actividades sin sentido, establece técnicas de control que colonizan el alma de los trabajadores. Esta actividad opresiva, proclive a generar malestares mentales, se relaciona con la continua mortificación de la existencia que supone el nuevo capitalismo. Dado ese creciente nivel de sufrimiento no puede resultar raro que el trabajo mismo se convierta en una tortura. Es tal la situación que, según Fleming, la oportunidad de encontrarse un psicópata en el lugar de trabajo, especialmente al nivel de dirección, es igual al que se tiene en una prisión.[11]
La gerencialización del sujeto solo permite una regimentación que hace de la posibilidad del fracaso una tortura cotidiana. Esta tortura se incorpora dentro del sistema de la precariedad y a menudo toma un cariz fatalista. Después de todo, las personas atenazadas por la urgencia del momento, el temor al fracaso y la depresión, no son necesariamente los más dispuestos a participar en los cambios políticos necesarios, especialmente cuando a las presiones internas se suman los métodos represivos del sistema y la carencia de alternativas desarrolladas. Esta ciudadanía desactivada —con la adición de los indiferentes— constituye esa mayoría que se resigna a vivir con el secuestro mafioso de las estructuras del Estado, aun cuando se muestre descontenta en la vida cotidiana o en las redes sociales.
La alienación virtual
Nuestras cadenas expresan, como lo dijera Mark Hunyadi, «la tiranía de los modos de vida». En efecto, nos encontramos dentro de «un sistema que, día tras día, refuerza a través de nosotros las condiciones de su influencia, no dejándonos otra elección que colaborar en su marcha triunfal»[12]. Se trata, entonces, de buscar por medios políticos esas transformaciones puntuales que permiten redescubrir y potenciar otros modos de vida.
En el conjunto de senderos que deben transitarse con cuidado, quizás nada se destaca más como los problemas de una muy probable distopía tecnológica. Nuestra vida se desenvuelve en un ecosistema digital en el cual las proyecciones de nuestra subjetividad se sitúan en un entorno que cultiva nuestras vulnerabilidades para convertirnos en rentables paquetes de datos. A la vista de la omnipresencia algorítmica, no exagera Peter Bloom cuando considera que nos encontramos viviendo el «totalitarismo 4.0»[13].
En este sentido, se puede coincidir con Evgeny Morozov cuando declara que la idea rosa de la época digital ha fenecido. En los últimos años se han multiplicado los libros y artículos que versan sobre los peligros que conlleva el desarrollo de la tecnología digital. El fenómeno es comprensible, debido al exagerado crecimiento de las grandes compañías tecnológicas —descritas con el acrónimo GAFA por Google, Apple, Facebook y Amazon—, las cuales han terminado cayendo en las mismas prácticas del capitalismo zombi, creando una especie de totalitarismo digital.
Nos hemos convertido en entidades que son perfectamente controlables por nuestras creaciones, lo cual plantea una serie de incógnitas sobre las que debe reflexionarse. Ante todo, porque este tipo de configuración subjetiva nos inscribe en el sistema económico de un neoliberalismo digital que ahonda las dinámicas negativas que han sido expuestas en las secciones anteriores. De este tipo de control es prácticamente imposible escapar si no es a través de la política. Esta observación, sin embargo, no debe llevarnos a desdeñar los espacios comunicativos abiertos por las nuevas tecnologías, en tanto estas poseen el potencial político de romper las agendas de los medios hegemónico, al permitir la circulación de elementos informativos y formativos que acrecientan la conciencia democrática.
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Los problemas que se avizoran se desprenden del hecho de que las estructuras del mundo digital, la «infosfera» como ya se le llama, se configura en las estructuras articuladas por plataformas sujetas a poderosos intereses. Estamos en el mundo de la onlife —para usar la expresión acuñada por Luciano Floridi—. Nos hemos convertido en datos. Ha surgido lo que Soshana Zuboff denomina «el capitalismo de la vigilancia». En este sistema la experiencia humana se torna «materia prima gratis a ser traducida en datos conductuales»[14]. Como muestra Zuboff, el entorno digital, influenciado por Google, configura algorítmicamente nuestro futuro proceder en tanto consumidores. En realidad, estos algoritmos configuran nuestra conducta. Resultamos productos construidos a través de subjetividades de datos procesables por mecanismos «inteligentes».
La tecnología ha brindado un poder inmenso para las plataformas que responden a la lógica neoliberal, así como un empobrecimiento paralelo de los principios de la razón comunicativa, para decirlo en términos cercanos a Habermas. Al mismo tiempo, asumiendo un nivel de ingenuidad alarmante, la conciencia del ser humano trata de reducirse a procesos reproducibles por la inteligencia artificial; cada vez más, muchos de los problemas humanos se tratan de solucionar en términos de la neurociencia e incluso a través de algoritmos[15].
Las proyecciones políticas de la avalancha digital son alarmantes. A pesar de que la esperanza se acrecentó gracias a la Primavera Árabe, hace tiempo que las tecnologías de la información se han convertido en un sistema vulnerable para el uso de los intereses de la ultraderecha. En efecto, la ultraderecha ha sido hábil para manejar las redes sociales, creando movimientos reaccionarios. Ya está fuera de toda duda que las redes sociales están detrás del triunfo de Donald Trump y el Brexit en Inglaterra. Esa estrategia ha sido comprendida por la derecha, la cual ha encontrado un terreno fértil para multiplicar sus adherentes, como lo prueba el hecho de que el movimiento español Vox tenga el mayor número de seguidores en Instagram[16].
La política en la época de la precariedad neoliberal refleja condiciones sociales que se caracterizan por su extrema liquidez y aceleración. Los procesos de subjetivación opresiva son intensos y acelerados. Alertar acerca del peligro del desplazamiento de la humanidad es una obligación moral.
Se necesitan nuevos significados y nuevas prácticas que permitan renovados horizontes de vida en común. Pero estos exigen nuevos planteamientos políticos, conscientemente alejados de los peligros de las violentas exclusiones ahora fomentadas por el desarrollo de la tecnología. Quizás todavía sea posible acceder a un inteligente manejo de las potencialidades de esta siempre que la tecnología se ponga al servicio del ser humano. Las innegables ventajas de la tecnología deben estar sujetas al control ciudadano. Este objetivo supone, desde luego, una profundización de la educación crítica.
La nueva política
Una de las preguntas fundamentales que según Kant debíamos plantearnos —a la par de cuestionarnos qué podemos conocer y qué debemos hacer— era: ¿Qué podemos esperar? El ser humano está constitutivamente proyectado hacia el futuro. La utopía y la esperanza son condiciones de posibilidad de la praxis sociopolítica. Como lo sabía el filósofo alemán Ernst Bloch, el ser humano es un animal utópico. Debe reconocerse, por lo tanto, que escapar de la actual situación es posible: si no existe un sentido de esperanza, no puede existir la motivación que necesita la actividad política.
Asumir la naturaleza utópica del ser humano muestra lo absurdo de la desmovilización ciudadana inscrita en la precariedad. La esperanza, condición de posibilidad de todo proyecto humano, supone rechazar la visión reductiva de sí mismo que opera dentro del sujeto contemporáneo. El sujeto que busca emanciparse no puede constituirse a partir de los apremios de una economía inducida por una barbarie tecnológica que ha sido subordinada al paradigma neoliberal. El problema radica en que el sujeto occidental —ahora emprendedor, productor y vendedor de sí mismo— se afirma a sí mismo a través del poder sobre lo Otro. Su dominio supone una lógica depredadora que solo se afirma a través de la desposesión de lo Otro.
Este tipo de subjetividad dominante se relevan en las manifestaciones más alienantes de la tecnología, entre ellas, en las versiones más radicales de la inteligencia artificial. En efecto, las concepciones que subyacen a este proyecto olvidan que el ser humano es un ser que posee una conciencia, la cual es una carnalidad pensante, éticamente proyectada hacia el contacto con el Otro. La inteligencia artificial es el empoderamiento tecnológico de una versión unilateral de la inteligencia y la racionalidad. Es racionalización, no razón. La inteligencia artificial solo puede arrumbar al ser humano si se acepta una visión mutilada de este.
La transmutación digital de la conciencia no encaja con nuestra conciencia política. Y es que hemos comprendido que la política no puede realizarse con independencia de la ética. Pero ¿cómo puede la ética, fundamento de toda política digna, siquiera formularse dentro del espacio del otro fragmentado y digitalizado? ¿Cómo puedo entender al Otro, paso previo a identificar el bien común, cuando estoy ensimismado en una burbuja digital, convertido en una mónada diseñada para ser explotada mercadológicamente? ¿Cómo podemos escapar del colapso ecológico cuando somos incapaces de comprender la inextirpable inmersión dentro de la vida como fenómeno cósmico?
La solución consiste en pisar los frenos de emergencia del optimismo tecnológico, para seguir la famosa metáfora que Walter Benjamin utilizó en sus Tesis sobre la historia. ¿Pero cómo podemos hacerlo? No podemos crear las perspectivas anticipadamente para después implementarlas. Más bien lo que se necesita «es recuperar las potencialidades ya ensayadas de la historia humana, opciones de vida que han sido invisibilizadas en la misma praxis, caminos que por definición implican una práctica reflexiva».
Por esta razón, es necesario adoptar otras formas de vida que se encuentran a nuestra disposición. Los modos de vida inducen perspectivas epistémicas; formas comunitarias de vida potencializan la solidaridad. De este modo, la solución pasa por buscar horizontes de vida, así como las prácticas políticas que los realizan. Estos modelos de vida aún se conservan en el acervo común de la humanidad. Para esto, es necesario abrir nuevas expectativas de participación política en el presente. Esta tarea exige revivir los esfuerzos políticos que asumen desde el principio el respeto al medio ambiente y el sentido de comunidad. Ambas posibilidades asumen un correctivo al crecimiento del individualismo distópico-digital.
Los senderos de la solución transitan por una reforma de la política que tome en cuenta las necesidades comunes a nivel local y global. Pero esta tarea supone, en primer lugar, valorar nuevas experiencias para refundar el Estado. Ya sabemos que la tecnología no es la respuesta y, por lo tanto, es necesario restringirla desde el poder de un Estado, el cual debe construirse como maquinaria del bien común. Pero este esfuerzo, que ya empieza a visualizarse como soberanía tecnológica, debe ser transnacional y servir al fin de los derechos humanos. Esto se puede hacer si se logra dominar el Estado, el cual todavía tiene posibilidades regulatorias. Estas políticas requieren transformar la forma en que la tecnología se inserta dentro de la vida humana; si esta es inextirpable de la vida humana eso no quiere decir que sea la nueva forma de la alienación.
El ámbito del Estado no puede ser objeto de lucha si no se toman en cuenta los cambios a nivel global. Por esta razón, es necesario que los nuevos movimientos sociales busquen la unificación de agendas a nivel transnacional. El gobierno de la derecha en la Unión Europea está siendo contrarrestado por una serie de movimientos políticos de gran envergadura.
Entre estos empieza a ganar fuerza la propuesta liderada por el economista griego Yanis Varoufakis, denominada Primavera Europea, la cual aspira a crear un movimiento transnacional europeo que impulsa una agenda común para desestructurar la captura neoliberal del proyecto de unión de ese continente. Si se toma este movimiento como ejemplo, se puede ver que sus agendas pueden integrarse con otros movimientos regionales como los movimientos constitucionalistas latinoamericanos del buen vivir. La tarea de desestructurar el neoliberalismo es una agenda común cuyos componentes son ampliamente compartidos. Es necesario, ante todo, abandonar la falacia del infinito crecimiento.
Con el tiempo la perspectiva local y la global pueden desplegar sus redes de sentido en la conciencia humana. Se hará claro, entonces, que el ser humano no es una subjetividad depredadora sino una parte de la naturaleza, describible en metáforas como la de la madre tierra. Nuestra integración constitutiva en la naturaleza es nuestra verdadera comunalidad y más allá todo es ideología. Y en este objetivo programático coincide una serie de perspectivas, involucradas en un diálogo intercivilizacional, que pueden llevar a una nueva perspectiva que evite la distopia que nos amenaza.
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