Las barreras digitales para un diálogo global pospandémico
Las barreras digitales para un diálogo global pospandémico
En las condiciones actuales, las plataformas sociales son un obstáculo para la constitución global democrática que necesitamos para enfrentar un futuro distópico.
En las condiciones actuales, las plataformas sociales son un obstáculo para la constitución global democrática que necesitamos para enfrentar un futuro distópico.
A dos años del surgimiento del COVID-19, todo indica que la pandemia seguirá un buen tiempo entre nosotros. Ya se ha advertido que, en este invierno, Europa podría convertirse en el epicentro de la crisis; se proyecta que más de 500,000 personas podrían perder la vida en dicho continente para febrero del próximo año. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) el relajamiento de las medidas sanitarias, así como una vacunación insuficiente —en parte relacionada con el difundido recelo ante las vacunas— han creado esta emergencia.
Es plausible suponer que escenarios más catastróficos podrían generarse en partes menos favorecidas del planeta, debido a la inequidad en el acceso a las vacunas y otros recursos para luchar contra un virus que aún puede sorprender con nuevas mutaciones.
A lo largo de la historia, las pandemias no solo han sido los eventos que causan mayor pérdida de vidas humanas, también han inducido a grandes transformaciones sociales. Sin embargo, en este momento la humanidad experimenta un cotidiano devenir de sobresaltos y confusión.
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Las preguntas más urgentes acerca del futuro —la aplastante desigualdad, el calentamiento global, la deriva política autoritaria, la reacomodación de la hegemonía geopolítica— se acumulan y no se avizoran soluciones factibles al multi-colapso que vive la sociedad global y que adquiere matices más dramáticos en los países con un Estado maltrecho —especialmente, aquellos afectados por la corrupción y el crimen organizado—. La pandemia está demostrando la incapacidad del capitalismo para superar crisis globales, debido a que no se asumen con claridad las transformaciones estructurales que pueden garantizar la supervivencia de la humanidad.
Si la verdadera racionalidad se va a imponer, se debe tomar nota de la desigualdad y la desinformación que han provocado un ambiente tóxico, que obstaculiza arribar a los acuerdos democráticos que se necesitan en los ámbitos locales y globales. Siguiendo la ya clásica noción del “capitalismo del desastre” —acuñada por la autora canadiense Naomi Klein—los poderes que dominan la economía ven el caos mundial como una oportunidad para profundizar sus agencias, entre ellas, el del dominio tecnológico, el cual requiere de una continua disrupción que no puede ser absorbida, al mismo ritmo, a nivel social.
El mundo no podrá salir de los problemas venideros sin buscar un esquema normativo funcional que, con base en un ejercicio dialógico —o más bien poli-lógico, en virtud de la intersección de perspectivas y niveles— que asegure la respuesta global a los desastres que no pueden ser resueltos por los países de manera separada.
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La magnitud de los retos, los cuales son incentivados por los grandes poderes globales, ha llevado al destacado jurista italiano Luigi Ferrajoli a promover un constitucionalismo de la tierra. El lograr un consenso mundial cohesivo y racional es un objetivo más fácil de enunciar que de realizar. La propuesta kantiana de paz perpetua —que Kant equiparaba a la paz de los cementerios—es testimonio de esta verdad.
¿Cómo se pueden afianzar institucionalmente referentes constitucionales que, a nivel global y local, permiten crear un contrapeso efectivo a los grandes poderes que ponen en peligro un futuro para las próximas generaciones? Entre estos poderes adquieren un papel importante los gigantes tecnológicos que, enmarcados dentro de un capitalismo en evidente decadencia, distorsionan los canales comunicativos de la globalización.
Sin un diálogo real en el que medie un compromiso movilizador no se pueden encontrar los referentes para lograr consensos mínimos. De hecho, este objetivo demanda capacidades argumentativas que la tecnología contemporánea ha socavado de manera notable. A clarificar algunos aspectos de este problema, que se agrava con el paso del tiempo, se dedica este pequeño trabajo.
Es necesario denunciar las patologías comunicativas y reflexivas asociadas a la aceleración de las tecnologías disruptivas. Esta problemática ha afectado incluso la posibilidad de autonomía social, la velocidad de las disrupciones no da tiempo a pensar las medidas para afrontar los nuevos escenarios. Se inicia, así, una dinámica que corroe la misma formación de la voluntad, un hecho que de por sí milita en contra de la misma autonomía de la voluntad (Stiegler, 2019). Como lo señala este autor, esta situación lleva a una nueva barbarie de la razón.
De este modo, imaginar un diálogo global es un ejercicio condenado al fracaso si no se logra poner un freno a los excesos del Big Tech, así como si no se comprenden ciertos problemas conexos. Estos abusos se desarrollan desde diferentes perspectivas y a niveles distintos.
Después de todo, moverse rápido y demostrarlo rompiendo cosas —según la famosa recomendación de Mark Zuckerberg—no es un consejo viable para un mundo que necesita articular un tiempo para reflexionar, para construir un marco de vida planetaria que no destruya las condiciones de existencia de las siguientes generaciones.
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Diálogo mundial y plataformas sociales
En el número de noviembre de este año de la revista The Atlantic, la directora ejecutiva Adrianne LaFrance, compara Facebook con un Estado-nación autoritario; este Estado, que se alinea a las tendencias autoritarias de la época, funciona como “el simulacro de una cosmocracia”.
LaFrance subraya que, en el verano de este año, Facebook registró 2.9 mil millones de usuarios activos, lo cual equivale a las poblaciones combinadas de India y China. Los datos, vendidos a anunciantes, le representaron a esta compañía un ingreso de 54 mil millones de dólares (US$54,000,000,000), cantidad que supera a la que logran recaudar muchos países.
LaFrance considera a Facebook no como una plataforma o una corporación, sino más bien como un “hostil poder extranjero”. Basa sus afirmaciones en el nocivo papel que esta plataforma jugó en el triunfo del Brexit y el escándalo de Cambridge Analytica, compañía que contribuyó a manipular al electorado estadounidense para lograr que Trump llegara a la presidencia. La autora opina que esta situación demanda ya no solo regulaciones gubernamentales o internacionales (casi siempre inoperantes), sino una estrategia de defensa civil asumida por los usuarios y, está claro, de otros medios tecnológicos de comunicación.
Las disquisiciones de LaFrance, desde luego, pueden ser cuestionadas en los detalles. Después de todo, Facebook no encajaría suavemente dentro de la caracterización de un Estado-nación en el sentido tradicional. La red social de Zuckerberg carece de territorio, aunque esto es irrelevante, como lo señala la autora, cuando menciona la disrupción asociada con el metaverso, una realidad virtual poblada por nuestros avatares, cuyos efectos en la sociedad mundial apenas pueden anticiparse debido a su avasallante irrupción en la vida cotidiana del futuro.
Además, Facebook, cuenta con su propia moneda digital, la cual ha sido considerada con recelo hasta por China. No falta tampoco una filosofía política que descansa en crear una “comunidad mundial”, aunque su carácter distópico se basa en el preocupante aprovechamiento de las vulnerabilidades psicológicas de sus usuarios.
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El texto de LaFrance ilustra la forma en que se genera un ambiente tóxico para el diálogo global destinado a resolver los problemas que ya no admiten una indiferente demora, como es el caso del calentamiento global. La atención que requieren estos problemas no puede ser socavada por la reducción de la atención que implica el verse enganchado al mundo de las redes.
Estamos muy lejos del optimismo hacia las posibilidades políticas de las redes sociales como lo demostró la Primavera Árabe, y que tuvo como destacado intérprete a Manuel Castells (2012). Nicholar Carr (2020) se refiere a las esperanzas que inspiraba el uso del internet hacia 2010, fecha en que, sin embargo, se publicó la primera edición de The Shallows, el cual subrayaba los problemas psicológicos que provocaba la red.
A lo largo de los años, diferentes autores han abordado este tema, entre los que destacan Byung-Chul Han, quien ha señalado las múltiples falencias del sistema comunicativo digital y las capacidades transformativas de la tecnología digital y Evgeny Morozov que ha expuesto, de manera destacada, las fantasías del internet, así como la creencia en que la tecnología puede resolver cualquier problema, posición que se ha bautizado como “solucionismo tecnológico”.
Los gigantes tecnológicos han creado un orden que somete al mundo a un régimen de vigilancia cuyo extremo podría ser lo que sucede en China y acontece, en diferente medida, en muchos lugares.
Cuando se proponían estos paradigmas de la comunicación, no se pensaba en los cambios perturbadores que se iban a presentar en la interacción comunicativa entre los humanos. Si la comunicación con los otros, es una parte importante de la constitución del propio ser, se puede coincidir como lo dice Geert Lovink (2019, p. 1) que, “los medios sociales están reformateando nuestras vidas interiores”.
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Según Lovink, “en la medida en que las plataformas y los individuos se vuelven inseparables, las redes sociales se vuelven idénticas con lo ‘social’ en sí mismo” (ibid.). Estas experiencias se han diversificado en un mundo de la vida arrojado en el torbellino de la disrupción continua en lo que lo “social” se vuelve un terreno del control e incluso el “perfilamiento” de las personas (Mattelart y Vitalis, 2014).
Las influencias de la tecnología alcanzan hasta la configuración de la cotidianeidad. Sherry Turkle (2017) hace ver, por ejemplo, que la presencia de un teléfono en la mesa en que se realiza un almuerzo hace que la conversación se dirija a temas más ligeros, haciendo que cada uno de los asistentes se sienta menos interesado en los otros porque una interrupción es más que probable.
Esta autora menciona la forma en que este pequeño dato se relaciona con una menor capacidad de vincularse empáticamente con el otro. En coincidencia con Lovink, Turkle asevera que la “tecnología se propone como la arquitectura misma de nuestras intimidades” (2017, p. xxi). De este modo, se manufacturan subjetividades que se insertan en las dinámicas del capitalismo tecnológico, de cuyos efectos perniciosos, existe una casi nula conciencia en la mayoría de usuarios.
En este sentido, se pueden alinear las observaciones científicas de Nicholas Carr (2020), quien muestra que el cerebro, inmerso en un mundo sobrecargado de información pierde sus capacidades reflexivas y ha convertido al ser humano en un ser menos inteligente.
Es claro que la tecnología ha mejorado muchos aspectos de la vida humana y que podría tener un uso más democrático y benéfico. Por lo tanto, es necesario prestar mayor atención a la distopía digital. Como lo dice Gumbrech (2020), basándose en Hegel, el espíritu del mundo—que Hegel creyó ver en la entrada de Napoleón a Jena—se ha movido ahora a Silicon Valley.
En esta dirección, la tarea que debe perseguirse, a nivel político-global, es que el ser humano sea capaz de mantener su capacidad reflexiva en medio de un terreno comunicativo minado. En consecuencia, es ineludible luchar contra el dominio ilegítimo de los gigantes tecnológicos. Una sociedad atrapada en una red de intereses tan poderosos no puede plantearse el tema acerca de su futuro de una manera significativa.
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El problema del extremismo
No son pocos los autores que relacionan el crecimiento del extremismo y la polarización con un particular uso de las estructuras del internet. Cynthia Miller-Idriss, aunque reconociendo la necesidad de evitar estereotipos acerca del tema, afirma que “los espacios en línea son fundamentales para el crecimiento de la extrema derecha” (2020, p. 140).
Según Miller-Idriss, los seguidores de la extrema derecha construyen redes que se integran a diferentes plataformas sociales (Facebook, Twitter y YouTube). Los mensajes incendiarios y las convocatorias se convierten rápidamente en manifestaciones públicas, como lo ha probado la toma del Capitolio por los seguidores de Trump en enero de este año.
No está de más recordar la forma en que los algoritmos de las plataformas fomentan la fragmentación que lleva al extremismo. La actividad de los usuarios de las plataformas sociales deja un rastro de preferencia que generan perfiles que se prestan a la manipulación. Así, se ha creado una comunicación que integra el aislamiento personal y la cohesión de la tribu.
Estas tendencias se afianzan en la estructura molecular, cotidiana de nuestra vida, reforzando las tendencias políticas y comerciales que permiten influir en su consolidación. La situación ha inducido cambios significativos al punto que en Estados Unidos existe mayor alerta con respecto a los grupos extremistas domésticos, que con el tradicional yihadismo.
Estos fenómenos han contribuido a la consolidación del populismo autoritario. Gran parte de la población mundial vive bajo regímenes autocráticos que, después de aprovechar los medios legítimos de acceso al poder, tiran la escalera de las débiles instituciones democráticas que los han hecho subir. El ascenso del autoritarismo, acompañado por fake news y conspiraciones, crea un ambiente tóxico para tratar temas como los del calentamiento global y la necesidad de cambiar la matriz energética de la sociedad.
La integridad de los procesos comunicativos se ve afectada desde dentro por la ingente dependencia que tenemos de los dispositivos digitales. Ronal J. Deiber (2020), quien nota que cada vez más se considera a las redes sociales como un factor que contribuye a una enfermedad social (ibid., p. 4), se pregunta cómo algo tan “social” puede ser antisocial al mismo tiempo (p. 2).
Afortunadamente, existe un creciente descontento con los abusos de las redes sociales. Varios autores que conocen las interioridades de Facebook han revelado las vergonzosas maniobras inducidas por Mark Zuckerberg.
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La importancia ética de los insiders que se atreven a hablar para denunciar los excesos de los gigantes tecnológicos es invaluable, por ejemplo: El contratista de la NSA, Edward Snowden, expuso la vigilancia establecida por el gobierno de Estados Unidos; Chelsea Manning (antes Bradley Edward Manning) exhibió los inhumanos abusos de las fuerzas militares norteamericanas; Brittany Kaiser reveló los fraudes de Cambridge Analytica y, más recientemente, Frances Haugen presentó la forma en que dicha plataforma se aprovecha de la vulnerabilidad infantil.
Denuncias similares ya han surgido con respecto al proyecto de crear el metaverso, anunciado pomposamente por Zuckerberg, cuyas consecuencias son inabarcables al buscar una simbiosis entre el mundo humano y el orden digital.
Es difícil imaginar cómo puede establecerse un diálogo con sentido sin la compenetración directa, no manipulada, de los seres humanos. Nadie ha demostrado este punto con la misma solidez que Emmanuel Levinas, quien halla el origen de la ética en el encuentro con el Otro y su vulnerabilidad.
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¿Cómo pueden subsistir los valores en un mundo en el cual nuestra participación comunicativa se reduce a datos susceptibles de ser manejados algorítmicamente? Ese mundo genera ese pequeño fascismo de todos los días que corroe las sociedades actuales y que hace imposible el diálogo para superar los grandes desafíos del futuro.
La ética que necesitamos no es compatible ni con el egoísmo ni con la indiferencia y mucho menos con el encierro en la comunicatividad algorítmica. Las redes manipuladas son un factor negativo de comunicatividad en un tiempo en el que el diálogo es más necesario que nunca y en el que necesitamos una inteligencia basada en la sensibilidad hacia los otros y la naturaleza.
La inmersión en las redes sociales, al menos en su forma actual, lleva a una desnaturalización de la conducta humana. El ser humano no puede ser reducido a paquetes de datos. Por esta razón, aunque se habla de “inteligencia artificial”, es difícil hacerlo de “conciencia artificial”.
La humanidad, como lo hizo ver Paul Ricoeur, se conoce a sí misma a través de la reflexión sobre la propia historia, sobre una indagación acerca de las raíces de sus periplos culturales y sus proyecciones imaginativas a través del tiempo.
Podemos ahora regresar al tema con el que abrimos estas reflexiones. El intento por construir un constitucionalismo global supone un esfuerzo en el cual diferentes culturas buscan un acuerdo que articule —sin que necesariamente coincidan—posiciones diferentes. Esta tarea no es fácil, desde luego, pero tampoco es imposible. Lo que se requiere es compromiso en la deliberación racional—una capacidad de identificar los límites de concepciones heredadas— especialmente entre los miembros de diversas culturas, los cuales se enfrentan al mundo con distintos esquemas de interpretación.
Así, las condiciones del diálogo global superan, al menos hasta ahora, las perspectivas de las plataformas sociales. El reduccionismo digital produce un nihilismo fundamental que no permite la coincidencia en valores universales mínimos, que, aunque tarea difícil, es necesaria para alcanzar una posición global respecto a los desafíos que ensombrecen el futuro próximo. No se puede dialogar con el otro, por ejemplo, si se lo ve como una amenaza existencial al propio ser, a la propia comunidad.
El primer paso es reconocer este problema en toda su trágica magnitud y tratar de evitar el dominio de los leviatanes tecnológicos. Pero, acudiendo de nuevo a LaFrance, este objetivo demanda una estrategia social de horizontes amplios. La tarea es ingente cuando existen amenazas, como la instauración de modelos de vigilancia masiva, cuyo exponente principal es China, país que se empeña en replicar su proyecto del Camino de la Seda en el ámbito tecnológico.
Ya no se puede negar que existe una lucha geopolítica sobre la supremacía digital en el mundo. Este problema incrementa la toxicidad de las redes sociales.
Para establecer una comunicatividad a la altura de los tiempos, es indispensable crear estrategias sociales que resistan la manipulación de las redes sociales. Esta empresa es necesaria para garantizar un mundo en el que estemos en sintonía como comunidad que busca salvarse en situaciones adversas. En las condiciones actuales, las plataformas sociales son un obstáculo para la constitución global democrática que necesitamos para enfrentar un futuro distópico.
Desde luego, crear la infraestructura para tal diálogo es una tarea inmensa, tan ingente como los desafíos civilizacionales que hay que enfrentar. Habría que imaginar un modelo de diálogo global que tomase en cuenta las perspectivas de la base de las sociedades contemporáneas. Para esta tarea se necesitaría de plataformas sociales de alcance global. Sin embargo, estas deben estar guiadas por un propósito más alto que el deseo de poder y enriquecimiento.
Referencias bibliográficas
- Carr, Nicholas (2020). What the Internet is Doing to Our Brains. Edición revisada. Norton.
- Castells, Manuel (2015). Redes de indignación y esperanza: los movimientos sociales en la era del Internet. Segunda edición. Traducción de María Hernández Díaz. Alianza Editorial.
- Deibert, Ronald J. (2020). Reset: Reclaiming the Internet for Civil Society. Anansi Press.
- Gumbrecht, Hans Ulrich (2020). El espíritu del mundo en Silicon Valley: Vivir y pensar el futuro. Traducción de Silvia Yusta. Deusto.
- LeFrance, Adrianne (noviembre, 2021). Facebookland: The social giant isn’t just acting like an authoritarian power. It’s one. The Atlantic,
- Lovink, Geert (2019). Sad by Design: On Plataform Nihilism. Pluto Press.
- Mattelart, Armand y Vitalis, André (2015). De Orwell al cibercontrol. Traducción de Juan Carlos Miguel de Bustos. Gedisa.
- Stiegler, Bernard (2019). The Age of Disruption: Technology and Madness in Computational Capitalism. Traducción al inglés de Daniel Ross. Polity.
- Turkle, Sherry (2017). Alone Together: Why we Expect More from Technology and Less from Each Other. Tercera edición. Basic Books.
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