Nací y crecí en un entorno religioso, por lo que desde siempre la idea de Dios y de la búsqueda de lo que algunos llaman «el reino de Dios» fue mi motivación, aunque con el paso del tiempo fui descubriendo paulatinamente que, si hay algo complejo y adulterado, ese algo es la idea de Dios y de sus designios. Justo por ello, luego de intentar ayudar por la vía de la religión, en algún momento de mi vida migré a las ciencias sociales como una continuación de esa búsqueda de los ideales bajo los cuales crecí y me desarrollé como ser humano, pero esta vez lejos del dogma que cubre el pensamiento religioso. Las frases aprendidas en mi niñez, sin embargo, siguen martillando mi cabeza: «haz de mí según tu palabra», «hazme un instrumento de tu paz» y un largo etcétera.
De mi época religiosa recupero la idea de que el origen de la maldad está en lo profundo del ser humano, especialmente en una era marcada por el consumismo desenfrenado. En el pasaje de las tentaciones de Jesús se lee: «Acercándose el tentador, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”». Paradójicamente, del lado científico también se dice algo similar respecto de los deseos consumistas: «Si nada los limita, rebasan siempre y hasta el infinito los medios de que se dispone y nada puede aplacarlos. Una sed inextinguible es un suplicio eternamente renovado» (Durkheim).
La concentración brutal de la riqueza y del poder que presenciamos en nuestros días es solo un reflejo de esa sed inextinguible de la que nos habla Durkheim, al punto de que el contexto del capitalismo mundial puede verse como una forma ampliada de lo que algunos llaman el efecto Mateo: al que tiene más se le dará más, y al que menos tiene hasta eso poco que tiene se le quitará.
La visión de muchos analistas y teóricos de las ciencias sociales, por tanto, es que nos acercamos a una época marcada por la incertidumbre y que la causa es lo que desde la religión se llama crisis de valores, pero que desde la sociología se entiende más como una profunda crisis del lazo social: cada vez existen menos vínculos que nos identifiquen los unos con los otros, lo que nos lleva a una situación parecida a la que Hobbes llamó hace muchos años la guerra de todos contra todos. El hombre es el lobo del hombre. Los atentados de los últimos días en el hospital Roosevelt de Guatemala, el atropellamiento salvaje de personas en La Rambla de Barcelona y una larga lista de eventos traumáticos solo nos recuerdan que vivimos tiempos convulsos, marcados por lo que la religión llama pecado.
La misma ciencia social se acerca a una conclusión parecida: «La represión coagulada en normalidad o el reconocimiento cínico de una situación mundial injusta no apuntan a un déficit de saber, sino a una corrupción del querer. Aquellos que mejor podrían saberlo no quieren comprender. Por eso Kierkegaard no habla de culpa, sino de pecado» (Habermas).
Pensando en esta frase de Habermas, me viene a la mente la imagen de la exsubsecretaria Anahí Keller, que fue liberada sin cargos por supuestamente no tener responsabilidad en la tragedia del hogar Virgen de la Asunción en marzo de este año. Con una trayectoria marcada por la producción en televisión abierta, su perfil poco tenía que ver con la protección de niños y de adolescentes. «Corrupción también es aceptar un trabajo para el que no se está preparado», pensé. Paradójicamente, al saber el fallo del juez, las frases que se expresaron en ese salón fueron relativas a Dios y a su bondad: una de las muchas formas adulteradas de la imagen de Dios que muchas veces presencié en mi época de militancia religiosa.
Si analizamos los testimonios recopilados por las investigaciones de la Cicig y del Ministerio Público, veremos el mismo esquema: una institucionalidad del Estado capturada por los deseos de aquellos que prometieron servir a la patria, pero que en el camino decidieron servirse con la cuchara grande. Lamentablemente, los relevos en la cúpula solamente han modificado a los protagonistas, pero no la esencia del problema: un deseo irrefrenable de obtener beneficios en el corto y mediano plazo, aprovechando para ello todos los recursos que el poder político les da (la anomia del Estado).
La maldad está en lo profundo de nuestros corazones, y aquellos que mejor lo saben no quieren comprender.
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