En ese espacio el derecho no funciona, no se activa, es letra muerta. Los seres ahí no tienen existencia ni historia propia. Es gente que, en el hito más utópico de justicia al que pueda aspirar, debe acudir a un tribunal –de rituales y modillos peculiares, y probablemente incomprensibles porque no todo en la vida puede traducirse con un par de audífonos– para que le escuche y confirme ante el mundo, después de 30 años, que su testimonio está hecho de palabras de verdad, con significados e historia. “Hubo genocidio - no hubo genocidio - hubo genocidio - no hubo genocidio…” ésa es una cuestión de verdad judicial de los jueces, o de verdad histórica de los historiadores. Son ellos –no los protagonistas– quienes en su lado del país dotan de realidad y existencia a las palabras de los otros.
Por eso hoy el debate es circular. Por eso, aunque a estas alturas de la historia, el peso de la evidencia (sobre la planificación, la ventaja, la alevosía y la violencia bestial sobre la vida) es tanto, que la posición de negar lo ocurrido y anteponer las formas procesales sobre el fondo del asunto, pareciera irrazonable, el debate sigue sin desplazarse a los dilemas morales que importan: los de la vida y la barbarie. Esos dilemas son propios del espacio del derecho y de sus sujetos, no del otro lado. En el otro lado del país es menos grave que a los seres humanos los descuarticen, los destripen, las violen varias veces a matar, les abran el vientre de un chajazo, las empalen, o que a los pequeñitos les trituren el cráneo a golpes.
Hablo de la necesidad de explicarnos por qué, dentro de un proceso legal donde se habla de derechos y reconciliación, da soberanamente igual hacerles repetir a las víctimas la experiencia de revivir testimonios de un horror inusitado en la historia de la humanidad: ocurre que su palabra vale tanto como su vida; esa vida que está en la discusión más honda y negada sobre el genocidio. Una vida desechable, sin dignidad, con un valor de utilidad calculada. Esa vida que –¡desde luego!– no amerita ponderarse por encima de las formas procesales.
El sistema se fisuró y la justicia se filtró para pegar un efímero saltito hacia ese otro lado del país. Y removió la mierda. Y la mierda se convirtió en una papa caliente para Ríos Montt, sus patrones y sus subordinados de entonces. Pero también para los magistrados, paralizados hoy ante una evidencia que pesa igual que esa crueldad imposible de procesar mentalmente cuando se lee o se escucha por primera vez. O por segunda, o por tercera.
Dentro de la ya de por sí cortedad del derecho para las víctimas, el debate ha pendulado entre una y otra esfera: unos hablan de la vida y la reparación, y sus categorías son los móviles del crimen, los excesos o racionalidad de la fuerza, la proporcionalidad de la reparación, el andamiaje histórico y una serie de argumentos de fondo que ya conocemos. Para los otros, la discusión está en una dimensión que no confiesan. Ellos están hablando de otro asunto y otras categorías. Ellos defienden un determinado modelo que se sostiene sobre esos seres que nunca han contado como vidas humanas. Y aunque sus rencillas internas son evidentes, en algo están todos de acuerdo: 30 años después defienden exactamente el mismo orden de cosas. Y convierten el debate sobre una sucesión de desgracias históricas –que al día de hoy siguen teniendo efectos en la vida de la gente a pocos kilómetros de los tribunales– en un frío laberinto jurídico de memoriales e impugnaciones.
Yo me pregunto si la “reconciliación” tiene significado alguno cuando la justicia no lo tiene. Me pregunto qué significa la reconciliación para alguien que, encima de bancarse las pintorescas ceremonias de un proceso respecto del cual podría tener mil y un motivos para desconfiar, ahora quizá deberá repetir todo aquello que con certeza le implica una colección de traumas en la vida, sólo porque el peso de su palabra y su dolor es menor al de un recurso, un ocurso o un amparo servido al calor de gritos neuróticos y bigotudos. Me pregunto cuáles son, ante un drama de este calibre, los límites de la obediencia al derecho.
¿De qué se trata todo esto, más allá del teatro? ¿Cómo sostener la fuerza de un fallo que ha sentado precedente político y simbólico, no sólo hacia la impunidad sistémica que nos afecta a todos, sino hacia un camino de reparaciones históricas que no puede concebirse sin mitigar las injusticias del presente, que incluyen esa conflictividad generada por un gobierno entregado a las corporaciones extractivas y a sus socios locales?
Las fisuras en el sistema son peligrosas para el poder, por la fuerza adicional que insuflan a quienes de todas formas ya están curados en librar batallas largas y a contracorriente. Son peligrosas porque transforman a las víctimas en sujetos de derechos. Y porque los sujetos de derechos saben perfectamente que la reparación no tiene sentido alguno, si no se traduce en medidas concretas que les permitan recuperar el control de su propia vida y de su futuro. Tan claro lo tienen, que lo han estado reivindicando todos estos años. La justicia no se trata de otra cosa.
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