La migración silenciosa
La migración silenciosa
El jueves 11 de abril, a mediodía, la Casa del Migrante de Ciudad de Guatemala abrió las puertas a un grupo de cincuenta hondureños que llegaron a comer, antes de ponerse nuevamente en marcha rumbo a la frontera con México. En el pasillo de la casa, entre niños ruidosos y padres afanados en lavar manos y caras de sus hijos, alimentarlos y llamar a las familias que acababan de dejar en su país de origen, destacaba la presencia noble de una mujer haitiana, acompañada por su esposo e hijo de dos años.
Fedeine Luissaint, 26 años, originaria de Gonaïves, dejó su país, uno de los más destrozados y pobres de todo el continente, hace siete años para migrar a Porto Belo, en Brasil. Justo ese día, su familia cumplía dos meses de viaje desde el país suramericano. El sueño, como para todos, alcanzar la tierra prometida norteamericana. La travesía de los tres, que tuvieron que cruzar varios países para llegar hasta Guatemala, es agravada por el hecho de que sólo el esposo de Fedeine, Milsaint, habla un poco de castellano para hacerse comprender.
A pesar de que el aspecto exótico de la mujer pudiera hacer pensar en casos aislados de migración extrema, la tragedia de los haitianos es constante y muy consistente, tal como demuestran las cifras del Instituto Guatemalteco de Migración: según datos oficiales, solamente en los primeros dos meses del año, son 157 los habitantes de las Antillas francófonas que han cruzado suelo guatemalteco. No son los únicos grupos numerosos que enfrentan largos viajes para buscar una vida mejor: 327 cubanos, 158 congoleses, 52 cameruneses, 22 angolanos y 13 venezolanos completan el cuadro de una tragedia menos visible que la catracha, pero igual de dramática.