—¿Van a estar aquí mañana? —nos pregunta Mateo Zaldívar, de 86 años.
—Sí.
—Va a haber drama.
Estamos a 20 de junio y la comunidad de La Mestiza vive sus últimas 24 horas. Mañana a las 11 de la mañana, llegarán cientos de policías y soldados para expulsar a sus habitantes y destrozar la aldea, tal y como lo hicieron 20 días antes en Laguna Larga, cerca de la frontera con México.
La Mestiza, de 250 habitantes, fue fundada hace 19 años y se encuentra al sureste del Parque Nacional Laguna del Tigre, en una zona ocupada por inmensas fincas ganaderas. Para el Consejo Nacional de Áreas Protegidas este es un asentamiento humano ilegal, y, desde 2006, considera su desalojo como “prioritario”.
No es la primera vez que a La Mestiza le llega su hora: las amenazas de desalojo han sido constantes en los últimos años. En 2017, ya ha habido dos fechas para llevarlo a cabo. La última vez fue la semana anterior, el día 14. Los campesinos esperaron la llegada de una tropa que nunca llegó.
Santos Zaldívar, alcalde auxiliar de La Mestiza, cuenta el estrés que este juego de fechas produce en los comunitarios. “Para nosotros es un shock nervioso tremendo. Uno ni fuerzas tiene en las canillas de saber que mil policías van a llegar y que no hay nada que se pueda hacer. Se escapa de desmayarse uno”.
Dominga, una mujer originaria de Copán, Honduras, y que lleva 16 años en La Mestiza, tampoco esconde su miedo. “Sentimos que nos van a venir a matar. Nos preocupa por los niños, ¿qué va a ser de ellos?”. Los niños son los primeros afectados por este desalojo que nunca llega. Desde hace un mes, explica Ingrid Sosa, maestra de La Mestiza, les han dado instrucciones desde el Ministerio de Educación de suspender las clases.
¿Qué piensan hacer cuando llegue la fuerza pública? Zaldívar asegura que van a resistir pacíficamente, permaneciendo todos juntos en la escuela. “Ellos quieren que la gente se espante y salga corriendo. Nuestra idea es reunirnos y esperar, tratar de hablar con ellos, encontrar una ruta”.
Para mientras, los habitantes buscan darle al último día una apariencia de normalidad. Muy pocos han abandonado sus casas, y por lo que se puede ver, tampoco han tratado de salvar sus pertenencias y animales sacándolos de la aldea. La consigna es: “no autodesalojarse”.
Pero ante la amenaza del desalojo, las divisiones afloran en la comunidad. Una parte de la aldea culpa a la otra de la intervención de las autoridades. Según los primeros, la actitud retadora de los líderes de la comunidad, la tala de selva que promovieron en el sitio arqueológico El Peruíto, y su participación en un movimiento campesino que agrupa a la mayoría de las comunidades de los parques nacionales Laguna del Tigre y Sierra Lacandón, son la causa del desalojo que se avecina. Desalojo que no distinguirá a unos y otros.
Atardece en La Mestiza. El molino de maíz sigue con su runrún. Los jóvenes escuchan música en sus celulares. Sentados en un banco frente al mostrador de una tienda, unos niños ven películas americanas en la tele. Las bocinas del templo evangélico elevan alabanzas hasta el cielo.
Después del servicio religioso, una parte de la comunidad se reúne en la escuela. Ya que es la última noche, mejor pasarla juntos. Los niños hacen una rueda. “Se le acaba la gasolina”, cantan mientras uno salta en un pie. Alegría por estar despiertos tan tarde, inconciencia de lo que sucederá mañana. Los adultos, sentados sobre los pupitres, comen pan con café. Dos guitarras y un guitarrón desgranan un repertorio infinito de rancheras interpretadas, con notable talento, por un hombre apodado Tacuacín.
Con la salida del sol, la vigilia se da por terminada. Más tarde, los líderes hacen llamadas. No hay movimiento de tropa ni en El Naranjo ni en Santa Elena. Se confirman los rumores: el desalojo fue suspendido una vez más.
No hubo drama. La Mestiza espera una nueva fecha.