Una de las hipótesis que poco habíamos considerado es la del miedo. Su propia historia, la historia de los sectores privilegiados, la oscura historia de las élites, les espanta. Y eso los hace relativamente manipulables, especialmente por actores ex/promilitares vinculados a la contrainsurgencia, que saben, demasiado bien, cómo, cuándo y por qué hacerlo.
El juicio por genocidio dio la pauta para visibilizar este fenómeno. No mucho tiempo antes, un amplio sector de las élites empresariales de Guatemala estaba hasta el copete de los actores políticos heredados por la contrainsurgencia. El gobierno del FRG había logrado acentuar esa fractura de modo aparentemente irreparable. Sin embargo, no era necesario demasiado para amigarlos de vuelta.
Aún recuerdo el famoso artículo escrito en marzo de 2013 en el que Kaltschmitt les recriminaba a los empresarios agroindustriales el haber dejado solo a Ríos Montt. Después les recordaba que ellos también habían contribuido directamente a la guerra. Poco tiempo después circuló un documento anónimo en el que se hacía un llamado a la mala conciencia de los empresarios, quienes empezaron a perder el sueño. El texto decía, en resumen, algo como: «Después de nosotros vienen sus papás y después ustedes».
A los pocos días se alinearon empresarios, exmilitares contrainsurgentes y sus familiares en el proyecto negacionista. Gran parte de las clases medias, en su usual e insulsa práctica mimética, repitió el guion esperando quedar bien con los de arriba. Otros más ingenuos cayeron en el nacionalismo al que se apeló tanto y salieron a defender la limpieza del nombre de la patria. Los resultados están allí, escritos en otra de las oscuras páginas de la historia de Guatemala.
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Todo iba bien con la lucha contra la corrupción liderada por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) y el Ministerio Público (MP) hasta que se empezó a seguir el dinero. Era algo que Otto Pérez Molina había dicho que debía hacerse desde 2015, poco después de su captura. Entonces, los temerosos empresarios, al ver que tenían cola en los financiamientos ilícitos de campaña, se asustaron una vez más. Este miedo sirvió de capital político para quienes ya los habían manipulado en ocasiones pasadas. Sus titiriteros favoritos, los actores más conservadores (¿los cementeros?), que son afines a la contrainsurgencia y sus herederos, salieron a moverles las cuerdas de nuevo.
Hace poco, una investigación realizada por la Fundación Gedeón y coordinada por la antropóloga Alejandra Colom concluía que el miedo es uno de los factores que más afectan la cultura política de las élites empresariales. El miedo a los otros, subraya la investigación —a lo que agregamos en este texto—, es también el miedo a sus propios pecados. Es importante recalcar que esa investigación fue financiada por algunos empresarios críticos que son conscientes del talón de Aquiles de sus iguales. Es decir, no fue una investigación financiada por Noruega, Venezuela, Siria, Corea del Norte o los talibanes, sino por empresarios guatemaltecos.
En suma, el discurso antiterrorista (que evolucionó de la contrainsurgencia) es un discurso de miedo que afecta primero a las élites y después a otros sectores de la sociedad y que finalmente debilita las instituciones. Pero ¿acaso las élites empresariales son conscientes de ello? Se puede suponer que un sector no y que otro sí (y demasiado, tanto que hasta parece estar elaborando cálculo político teniendo en cuenta esta variable).
El punto es que esto ha significado el incremento aparente de la pugna que existe entre las facciones principales que componen las élites empresariales. Por un lado, el comunicado que hace pocos días publicó el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif) refleja la posición de aquellos empresarios que han caído en el primer grupo de miedosos de su propio pasado y que han sido relativamente manipulados por actores que han quedado de remanente de la contrainsurgencia. Ellos reclaman dos cosas básicamente: a) una restauración del régimen de impunidad, es decir, una Cicig que deje de investigarlos, y b) un retorno a la confrontación de clases en la que se instrumentaliza a la Cicig para perseguir a las organizaciones sociales populares e indígenas mediante el uso de los poderes represivos y la violencia de Estado.
Por otro lado, se encuentra la posición de los que toman en cuenta la variable del miedo y la incorporan a su cálculo político. Esta posición, que se puede derivar de la entrevista a Felipe Bosch Gutiérrez publicada recientemente en Plaza Pública, fácilmente podría acuerpar a muchos de los miembros de la Fundación para el Desarrollo (Fundesa), así como a individuos históricamente influyentes como Dionisio Gutiérrez, quien también se pronunció públicamente a favor de la lucha contra la impunidad. (Hay quienes plantean que lo que está detrás es una vieja pugna entre castas, dinero nuevo contra dinero viejo, lo que puede ser un factor interesante y hasta folclórico, pero tal vez no determinante para explicar la diferencia que existe entre las élites y su relación con el miedo). Esta posición, si bien coincide con la del Cacif en la intención de criminalizar y perseguir las luchas sociales, difiere en la idea de limpiar las relaciones entre élites empresariales y el Estado. De ahí que apoyen el trabajo que lleva adelante la Cicig y el MP.
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Por supuesto que la pregunta que sigue se dirige a la cola que estos últimos, muy probablemente, también comparten con los del Cacif en los financiamientos ilícitos de campaña. Algunos actores medios impulsan la idea de implementar un modelo inspirado en la justicia transicional que, tras actos confesionales y la aplicación de penas mínimas, permita recomenzar con la mesa limpia. «Confesar, colaborar, expiar y reparar», propone muy cristianamente Dina Fernández. Al parecer, esto les resolvería el problema a todos y les permitiría posicionarse a quienes gravitan en torno a los Bosch-Gutiérrez como la nueva dirigencia empresarial, que ha tomado distancia de las viejas prácticas. Por supuesto que esta sería la apuesta de la Fundesa, que busca una alternativa al miedo primitivo que usan como capital político actores como la Fundación contra el Terrorismo y sus desconocidos financistas.
La pregunta que yo me hago, al final de cuentas, es qué espacio de maniobra puede quedar para los sectores populares organizados en todo esto si, de una u otra forma, la persecución en su contra es el deseo que se mantendrá arraigado en el miedo de las élites. Lo que me preocupa, en última instancia, es cómo prevenir que sean las organizaciones sociales indígenas y campesinas las que paguen el precio de esta restauración del proyecto de las élites. Tal vez los debates que se plantean en relación con la creación de una asamblea constituyente plurinacional popular e incluyente puedan mejorar la posición de los sectores populares ante este reacomodo.
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