La tragedia de El Cambray II puso al desnudo una serie de disfuncionamientos en los procesos de toma de decisión sobre el territorio. Un desastre que no tiene nada de natural, sino que fue construido por el ser humano a partir de una serie de acciones concatenadas, en la cual las primeras se remontan a más de 20 años atrás.
Para muchos especialistas, ese evento muy desafortunado evidenció —una vez más con pérdidas humanas— la ausencia de un instrumento básico en cualquier proceso de desarrollo de los países: el ordenamiento territorial. Una forma de describir el ordenamiento territorial con una frase sencilla es un lugar para cada cosa, cada cosa en su lugar. Ordenar el territorio es ante todo proteger la vida humana. Básicamente, una vivienda no debe construirse en una zona de alto riesgo. Pero gestionar el territorio para resguardar la vida va más allá del tema habitacional. Es también proteger nuestras fuentes de agua para asegurar nuestro abastecimiento. Es manejar nuestros bosques para aprovechar los servicios que presta (calidad del aire, por ejemplo) y orientar nuestro suelo rural a su vocación óptima en términos de uso agrícola.
Es deber del Estado regular la ocupación de los asentamientos humanos en el territorio, prevenir la instalación de grupos humanos en zonas identificadas como peligrosas y proponer alternativas y soluciones habitacionales para que todos puedan vivir en condiciones dignas y en zonas seguras. El derecho a la vivienda es un derecho humano básico que el Estado debe garantizar. Si en algo concuerdan la mayor parte de los economistas, de David Ricardo a Hayek, es en que el mercado de suelo es por naturaleza imperfecto y en que el Estado debe intervenir para corregir sus fallas. La urbanización del área metropolitana de Guatemala muestra perfectamente las consecuencias de un mercado de suelo liberado y sin ninguna intervención: un déficit de vivienda de más de un millón de unidades habitacionales que crece cada año; alrededor de un millón de personas de clase media viviendo en condominios cerrados en una ciudad caótica, con problemas enormes de transporte y de calidad de vida; y un millón más de personas pobres encontrando en los barrancos de la ciudad y en sus pendientes mortales una solución para acceder a vivienda. Lo que sucedió en El Cambray II es el precio de dos décadas de laissez-faire en materia de desarrollo urbano y de dejar el mercado suelto aprovechando la extrema debilidad regulatoria de los Gobiernos locales vecinos del municipio de Guatemala.
Pero lo peor está por venir. Por la dinámica de urbanización que muestra el país, esa situación se está replicando con la misma tendencia en las ciudades intermedias, de manera que construyen un escenario perfecto para que dentro de diez años, con el exacerbamiento de los fenómenos climáticos, tengamos cuatro o cinco Cambrayes II al año.
El país cambió porque, después de la tragedia de El Cambray II, la ciudadanía reaccionó en las redes sociales y en los gestos de solidaridad, los medios explicaron y denunciaron, los órganos de control empezaron sus investigaciones para deducir responsabilidades y los políticos reaccionaron con una iniciativa de ley.
Actualmente se encuentra en el Congreso de la República una iniciativa de ley de ordenamiento territorial (que algunos denominan ley Cambray II en honor a las víctimas) que busca aportar respuestas institucionales para corregir la manera como construimos nuestras casas, nuestros barrios, nuestras ciudades, nuestros territorios. Una iniciativa de ley de nueva generación que se inscribe en los compromisos internacionales de derecho a una ciudad sostenible y resiliente, como lo menciona el ODS 11, de reciente aprobación. Una iniciativa de ley que asigna nuevas responsabilidades al Estado, a las municipalidades, al sector privado de la construcción y a la ciudadanía para construir viviendas, barrios, ciudades y territorios de calidad.
Una iniciativa de ley que empieza a contar con un respaldo ciudadano, académico, mediático y social que hace pensar que finalmente Guatemala sí puede cambiar. Esperamos que el Congreso de la República no nos muestre lo contrario.
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