Los Estados lo vienen asumiendo como parte de su legislación nacional. México fue vanguardia en esa legislación específica, y Guatemala lo hizo solo hasta en el 2016, con la aprobación del Código de Migración —decreto 44-2016—. En el 2018, más de 150 países firmaron el Pacto Mundial sobre Migración. En este se acuñó el compromiso célebre de «gestionar las migraciones de una forma segura, ordenada y regular».
Pero ¿qué ha cambiado en estas últimas décadas sobre este derecho fundamental? Las prácticas de los Estados de todas las regiones migratorias en el mundo han sido de contención, detención, deportación, militarización de fronteras y criminalización de migrantes y de sus defensores. Y, lo que es peor, muchas de sus instituciones migratorias se han pervertido entre el deber ser de la legislación y de convenciones internacionales y el hecho de que sus miembros van cediendo ante la redes criminales, que van comprando sus voluntades o se van infiltrando dentro de sus filas.
El caso de México es apabullante. La Red de Documentación de Defensores de Migrantes (Redodem) viene denunciando en sus informes anuales cómo los migrantes viven una serie de vejámenes causados por las diferentes fuerzas de seguridad, desde las policías municipales y estatales hasta las federales, y por el crimen organizado. Es más que conocido que la ruta más corta para llegar a Estados Unidos, pero también la más peligrosa, es la del océano Atlántico.
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Pese a ello, la migración indocumentada de centroamericanos (también de sudamericanos y de migrantes originarios de otros continentes) hacia Estados Unidos no se ha detenido, aunque siguen otras rutas, como la del Pacífico y la del centro de México. Algunos siguen cayendo en esta, que se ha constituido en una suerte de Triángulo de la Bermudas. Lo que ahora sucede es que las redes del tráfico de migrantes se han especializado en cruzar esa peligrosa ruta haciendo alianzas con las estructuras criminales que operan a lo largo de ella o simplemente sorteándolas a través de pagos que permiten el tránsito.
En el 2012, en la entrevista Amar a Dios en tierra de zetas, de la revista mexicana Gatopardo, el sacerdote católico Pedro Pantoja, recientemente fallecido, denunció:
«Coahuila es territorio de zetas, de cárteles y de muchísima violencia. […] El crimen organizado es una empresa perfecta que cubre todos los estamentos de la sociedad: los aparatos políticos, los empresarios, los ganaderos, los comerciantes… Son hasta dueños de bancos que subsidian el desarrollo del Gobierno y de las agencias de envío de dinero desde Estados Unidos, que siempre el Gobierno se ha negado a investigar. […] Y en el caso del noreste, no se puede separar la infiltración de las autoridades con el crimen organizado».
Estas estructuras del crimen coaligadas con las instituciones públicas, como parecen indicar las recientes detenciones de 12 policías estatales por la masacre de los hermanos y las hermanas de Comitancillo, San Marcos, deja en evidencia las aseveraciones de defensores de la sociedad civil y de la Iglesia en México. ¿Es esto un crimen de Estado, como lo señaló hace algunos días el periodista Fernando del Rincón en CNN? Nos recuerda las masacres vividas en nuestro país y que solo 20 años después se pudo empezar a buscar la verdad, la justicia y la reparación, sin que a la fecha estas se logren totalmente. La violencia está carcomiendo nuestras sociedades, y es grave que los Estados se conviertan en cómplices con su silencio e inacción o a veces incluso con su misma acción criminal a través de sus fuerzas de seguridad. Esta masacre no puede quedar impune. Debe conocerse la verdad y hacerse justicia. Los Estados de Guatemala y México tienen la alta responsabilidad de velar por ello.
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