Por supuesto que no todo fueron rosas. En Europa sentí por primera vez las espinas directas del racismo, del clasismo, de no tener una red de apoyo para conseguir dónde vivir y trabajar, sin referencias personales ni laborales, entre otras cosas. Una disminución considerable de los privilegios que tenía en Guatemala, pero llevando una vida cómoda, con acceso a servicios básicos aceptables. Entendí que hay algo inherente al ser humano que nos vincula al lugar de origen y que, por muy lejos que...
Por supuesto que no todo fueron rosas. En Europa sentí por primera vez las espinas directas del racismo, del clasismo, de no tener una red de apoyo para conseguir dónde vivir y trabajar, sin referencias personales ni laborales, entre otras cosas. Una disminución considerable de los privilegios que tenía en Guatemala, pero llevando una vida cómoda, con acceso a servicios básicos aceptables. Entendí que hay algo inherente al ser humano que nos vincula al lugar de origen y que, por muy lejos que escapemos y por deplorable que nos parezca ese lugar, no podemos ignorarlo. Nos persigue. En esos nueve años se gestó en mí un amor extraño por mi país. No me refiero a lo que se suele escuchar sobre Guatemala: clima, naturaleza, volcanes, ruinas, textiles y la amabilidad de la gente. Sentí las injusticias más cercanas, más personales. Me sentí parte de un territorio que me reclamaba y exigía, que me tenía inquieto, que me llamaba y me despertaba indignación y ternura por igual. Me descolocó.
Hace varias semanas visitamos con otros voluntarios de JusticiaYa los 48 cantones de Totonicapán. Un gran ejemplo de organización comunitaria y de protección del bosque y de los recursos naturales. Allí pude comprobar nuevamente que ese extraño amor por el terruño no es algo nuevo y es compartido. Investigando y escuchando sobre esta y otras formas de organización ciudadana en el país, me llamó la atención que la mayoría están ligadas al cuidado y la defensa de un territorio. Comprendí que parte de la dificultad de consolidar las movilizaciones del año pasado se debe a la ausencia de un territorio común. Había uno conceptual: la corrupción. Y algunos más físicos, como el territorio digital de las redes sociales y ciertas plazas centrales. No obstante, es difícil asumir y comprometerse con la lucha por una sociedad distinta cuando no hay una identidad compartida, cuando la diversidad es considerada peligrosa y el territorio está fragmentado en millones de individuos. No es tarea sencilla describir lo guatemalteco. ¿Existe tal cosa más allá de los lineamientos legales y del adoctrinamiento patriótico?
Esto es más evidente en los núcleos urbanos, particularmente en la capital. Somos los nuevos desterrados. Los despolitizados. Nuestro espacio se limita al hogar, a la casa de estudios (a veces), a nuestro trabajo y a nuestro cuerpo. A nuestra individualidad. Luchamos desde allí y solo si la injusticia nos toca muy cerca. Este rasgo, me parece, se repite en otras urbes más allá de nuestras fronteras. La diferencia es que en Guatemala lo tenemos acentuado por el aislamiento sobredimensionado al que nos empuja la inseguridad y por el contraste inmediato de varios grupos y comunidades que no lo comparten porque defienden sin titubear su territorio y por el concepto colectivo que tienen de él.
En estos tiempos en los que se prioriza la urbanización, debemos reconocer y aceptar que hay otras concepciones de territorio y otras visiones de desarrollo y éxito. Si las luchas en nuestro país son territoriales, un ejercicio indispensable es que seamos los mismos habitantes los que determinemos en cada localidad qué necesitamos y queremos, qué entendemos por desarrollo y cómo lo podemos impulsar. Un ejercicio que requiere empatía, diálogo y cooperación para establecer espacios temporales y permanentes en los que podamos coincidir más, conversar y organizarnos mejor. Donde lo individual genuinamente nutra lo colectivo y viceversa. Donde el sentido de pertenencia al territorio haga del destierro la excepción, y no la regla.
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