Aún no se apagaban las velas por el dolor de esas muertes cuando volvía la presentación pública del terror. Un centro correccional para menores en conflicto con la ley penal fue el escenario. Los internos se sublevaron y retuvieron como rehenes a varios de los monitores que los tenían a cargo. En el ejercicio de la brutalidad aprendida, los rebelados asesinaron a cuatro de sus cuidadores. Ambos centros funcionan bajo la responsabilidad de la Secretaría de Bienestar Social (SBS) de la Presidencia de la República.
Luego de más de un día de disturbios, de exigencias de los internos para liberar a sus rehenes, la Policía Nacional Civil (PNC) retomó el control del centro correccional. Pocas horas después, en una acción coordinada, siete estaciones (comisarías) de la PNC fueron atacadas con armas de asalto. Como consecuencia de esta acción, tres agentes de la Policía fueron asesinados. Los disturbios del centro de detención fueron atribuidos a elementos de la mara denominada Barrio 18. La misma agrupación ha sido señalada (porque en apariencia lo habría anunciado) de los ataques a la PNC.
En redes sociales han sido reiteradas las expresiones de preocupación social por el control que ejercerían estos grupos. Pero también han surgido teorías que sostienen la sospecha de que los hechos no son casuales, sino que responden a la intención de sembrar el miedo en la población citadina. Una hipótesis que no resulta descabellada considerando los métodos de control social empleados con anterioridad, en los cuales son expertos quienes detentan espacios de poder político.
En su ensayo sociológico El recurso del miedo: Estado y terror en Guatemala, Carlos Figueroa Ibarra señala que «la solidez de un Estado, más que en la fuerza, radica en el consenso. Cuando este por alguna razón no puede construirse o se ha destruido, la fuerza (el recurso del miedo) se convierte en necesidad».
El acelerado y profundo deterioro de la institucionalidad en el país es una muestra palpable del resquebrajamiento del débil acuerdo social. La presión y el ejercicio del poder de una minoría que sigue empujando la exclusión y el racismo, que perversamente sigue defendiendo con las uñas sus privilegios, están rompiendo en pedazos el escaso consenso existente. De ahí que sectores vinculados al Gobierno central y experimentados en operaciones psicológicas de terror sean sospechosos de pretender instalar un estado de angustia ciudadana.
Para ello contarían con el instrumento del que en décadas recientes se han valido: los grupos de maras, a los cuales la sociedad teme por su violento accionar. Un fenómeno que en otro ensayo Marcelo Colussi expone como mecanismos de control social gerenciados por estructuras ocultas. «Al estudiar las maras se rozan poderes que funcionan en la clandestinidad, que se sabe que existen, pero no dan la cara, que siguen moviéndose con la lógica de la contrainsurgencia que dominó al país por décadas durante la guerra interna. Y esos poderes, de un modo siempre difícil de demostrar, se ligan con las maras. En otros términos, las maras terminan siendo brazo operativo de mecanismos semiclandestinos que se ocultan en los pliegues de la estructura de Estado, que gozan de impunidad, que detentan considerables cuotas de poder y que por nada del mundo quieren ser sacados a la luz pública». Concluye Colussi que «las maras terminan funcionando como apéndice de poderes paralelos que los utilizan con fines políticos. En definitiva: control social». De esa suerte, muy probablemente de la mano de titiriteros interesados en generar mecanismos de control y evitar reacciones sociales ante los desmanes se estén moviendo los hilos que han hecho de este marzo un mes sangriento.
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