La primera cuestión se refiere a un aspecto de nomenclatura política. El término Estado mafioso pocas veces se utiliza por la gravedad del término y por sus implicaciones. Es en el Estado mafioso donde la primacía de los mecanismos informales produce una institucionalización alterna (O’Donell la denomina la «otra institucionalización») y donde la cleptocracia rebasa todas las previsiones. Se arriba a una nueva esfera donde el funcionario público de alto nivel no solo resuelve conforme a su criterio personalista (además, reparte el Estado como botín), sino que también emula prácticas que son propias y exclusivas del crimen organizado. En el Estado mafioso, las prácticas de esos conglomerados denominados Estados paralelos son introducidas al plano de la formalidad estatal. El problema se agrava (y este es el caso de Guatemala) cuando ese mismo Estado tolera estructuras paralelas que de cuando en cuando se hacen manifiestas, cuando también tolera que miembros del crimen organizado arriben a posiciones de elección popular y cuando acepta, encima de todo, que funcionarios de alto nivel adopten prácticas criminales. Si a eso (que ya es demasiado) se agrega el control territorial que ya ejerce el crimen organizado para efectivamente operar como un Estado (vetar, cesar, impedir ingreso, cobrar impuestos…), la radiografía es más que alarmante. Este es el diagnóstico.
El segundo aspecto clave es reconocer que esto no surgió en un solo día. Hubo un síntoma subyacente. Estas relaciones entre actores formales y actores paralelos que tejen precisamente las redes de corrupción (algunas muy verticales, otras muy simétricas) son estructurales y no han podido ser eliminadas por el proceso democrático. De hecho, son estas prácticas las que quizá con mayor fuerza conforman el reto de la consolidación democrática, incluso por encima del permanente terror al vicio pretoriano. Hay un indicador interesante de la permanencia de esta práctica en la cual se teje el puente entre el Estado formal y el Estado paralelo (en este caso, el narcotráfico). Cada nuevo gobierno elegido democráticamente tiene su capo protegido. Es un proceso compartido, incluso con México, en el cual, ante el arribo de un nuevo gobierno, el anterior capo pierde su terreno, pierde protección y termina en la cárcel, extraditado o muerto. Todo esto sucede en los pocos meses de gestión de la nueva articulación política. El auge y la caída de los barones de la droga no se deben tanto a las capacidades de estos dentro de la subcultura criminal como a no poder sostener los puentes de conexión entre la esfera estatal y la paralela.
El tercer aspecto es simplemente identificar por dónde es que se tejen estas relaciones. Para consolidarse, los pactos Estado-mafia requieren construir confianza y lealtades. El inicio de la relación no es precisamente el inicio de la gestión, sino la campaña electoral. En efecto, una democracia de baja consolidación, en la cual las campañas están prácticamente privatizadas, es la mejor receta para crear incentivos perversos que obliguen a que la campaña se financie con dinero de procedencia ilícita. Allí comienza en realidad la gestación del Estado mafioso. Si este proceso se institucionaliza por tres décadas, pues un día uno despierta con funcionarios de alto nivel jugando a ser narcos. Mientras el sistema no tenga los dientes necesarios para fiscalizar y mientras las campañas sigan siendo exclusivamente financiadas por vías de lo privado, no hay forma alguna de romper la cadena de complicidades.
Me parece apropiado cerrar con la siguiente reflexión. La acusación formal del juzgado federal estadounidense contra Roxana Baldetti y López Bonilla no es cualquier cosa. No es una acusación sacada de la manga y no es la primera vez que Estados Unidos construye un caso de este tipo. El argumento respecto a que Estados Unidos viola la soberanía de Guatemala no tiene lugar aquí. Construir este tipo de acusaciones toma tiempo, y es por las demandas que podrían interponerse (si estas no están bien fundamentadas) que el proceso toma tiempo. Esto no es nuevo. México conoce desde hace mucho tiempo la vergüenza de tener que ver políticos de alto nivel jurar por la patria y por el sol azteca que son inocentes, que son víctimas de una conspiración, para luego aceptar los cargos dócilmente.
Como ciudadanos, y para todos aquellos que quieren un futuro mejor en Guatemala, lo importante, lo fundamental, es reconocer que se rebasó la última frontera. Y de no tomarse con seriedad el proceso de reformas del Estado, el daño quizá sea irreversible.
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