Muros divisorios, talanqueras, vidrios polarizados, guardaespaldas, custodios a la entrada de los comercios, garitas, policías armados, agentes militares patrullando las calles, cateando sospechosos; rejas, barrotes, letreros que dicen prohibido esto y prohibido aquello, cámaras de vigilancia, alambres de púas… algo terriblemente grave tiene que estar pasándole a una ciudad para que sus habitantes, incapaces de convivir entre sí entendiéndose por las buenas, opten por blindarse de sus semejan...
Muros divisorios, talanqueras, vidrios polarizados, guardaespaldas, custodios a la entrada de los comercios, garitas, policías armados, agentes militares patrullando las calles, cateando sospechosos; rejas, barrotes, letreros que dicen prohibido esto y prohibido aquello, cámaras de vigilancia, alambres de púas… algo terriblemente grave tiene que estar pasándole a una ciudad para que sus habitantes, incapaces de convivir entre sí entendiéndose por las buenas, opten por blindarse de sus semejantes: cruz y calavera.
Hemos llegado a normalizar la paranoia. Nos resultan cotidianos los balazos en ráfaga que escuchamos a lo lejos, ya sin inmutarnos, o el hábito neurótico de andar viendo todo el tiempo a los lados y hacia atrás: Ese motorista, ¿será un asaltante?… Ese de gorra parado en la esquina, ¿qué me mira?
La desconfianza es nuestro caldo diario de fermento. Estamos cautivos, privados de libertad, como los reos en una cárcel. Salir a la calle nos produce pavor. Por más que nos duela admitirlo, cualquier persona extranjera de visita por acá puede confirmárnoslo: somos una sociedad enferma.
Cuando unos pocos acumulan demasiado a expensas de vastas mayorías que acumulan demasiado poco (o que no acumulan nada en absoluto), el efecto es tener que atrincherarse. “El miedo a los otros es el miedo a nuestros propios pecados”, concluye una investigación realizada por encargo de las élites empresariales guatemaltecas.
Perturbadora revelación observable en múltiples expresiones, algunas de ellas retratadas en esta serie de fotos.