A raíz del debate que se produjo, una idea que ha ido y venido es la de que “el que paga la pauta comercial (el anunciante) tiene derecho a vedar la crítica en su contra (a censurar) por el hecho de pagar y sostener el medio de comunicación”. Buena parte de la ciudadanía ha normalizado, aceptado e incluso legitimado esa lógica arbitraria de actuación de las empresas. Como si la libertad de expresión fuera una mercancía de acceso al mejor postor y no un derecho universal, y como si un poder privado estuviera legitimado para retorcer o censurar los contenidos del debate público.
La libertad de expresión garantiza en lo individual la transmisión de las ideas propias sin censuras previas, mientras en lo colectivo permite la deliberación de los asuntos públicos, al facilitar un mayor acceso a información e ideas que deberían robustecer el debate ciudadano. La crítica y el disenso son centrales en esa reflexión sobre lo público, sobre lo que nos afecta a todos. Por esa razón, el pensamiento crítico y radical está en las antípodas de la censura: cuando se analizan los problemas desde sus raíces (radicalmente), es imposible pensar y expresarse omitiendo las partes “incómodas” o “delicadas” para otros, porque el pensamiento crítico se corresponde con el ejercicio del criterio propio, que no tiene por qué ser complaciente con nadie más que con la propia conciencia de la realidad.
Por ello, la libertad de expresión es algo así como el piso de la democracia, porque sirve para promover el mayor nivel de debate posible sobre el funcionamiento de la sociedad y el Estado, y para garantizar en este la participación de todos, incluyendo (para el pesar de muchos) a las voces disidentes, esas que irritan e incomodan. Expresarse en libertad es no solo una condición necesaria para el funcionamiento de las sociedades, sino un indicador de la salud democrática de cualquier país, rasgo del que nosotros carecemos estructuralmente: si aquí la protesta social, que es la forma más activa y colectiva de ejercicio de la libertad de expresión, se reprime y censura impunemente con todo lujo de violencia, atentando contra la vida y la integridad de las personas, ¿cómo habría de extrañarnos que una “llamadita” de una empresa baste y sobre para censurar un programa que incomoda, por querer poner el dedo en la llaga de los dobles raseros con que operan las empresas multinacionales?
Los intereses corporativos siguen determinando el rumbo, ya no solo de conciencias individuales que se compran una idea de felicidad basada en el consumo, sino de reflexiones colectivas propias del debate público, mediante una censura que ha sido tradicionalmente ejercida por el Estado. Derechos y libertades fundamentales, como la de expresión, cuya naturaleza es la de poner freno al poder despótico del Estado, son hoy atropelladas por entes privados (coludidos con los medios de comunicación y los poderes políticos) que por su alcance multinacional y su influencia económica son más poderosos que el mismo Estado. Muchos de nosotros lo consentimos pasivamente; incluso lo consideramos como algo normal. El caso de Goldcorp es elocuente: cianuro y arsénico contaminando las fuentes de agua, conflictos, enfermedades, violencia y represión. Cero consultas comunitarias e interés nacional y mucha publicidad radial sobre la infraestructura y el “desarrollo” que lleva la mina. ¿Somos conscientes del juego al que estamos jugando? ¿Somos conscientes de quién nos está imponiendo las reglas?
La crítica no es otra cosa que el derecho a reflexionar y a disentir frente a lo que se nos enseña como verdad incuestionable. Y cuando se nos pregunta a las criticonas qué proponemos ante Guatemorfosis y similares (por aquello de que a estas alturas de la lectura más de alguno me haya metido ya en la famosa olla de cangrejos) he de decir que la crítica es, en sí misma, lo suficientemente legítima como propuesta de arranque, esto es: atrevernos a analizar los problemas desde sus raíces causales y no desde sus consecuencias visibles; desmenuzar la realidad desde la incertidumbre de las preguntas y las dudas, y no desde la comodidad de las respuestas dadas; indagar sobre lo que subyace a las vallas, la televisión y la radio; atrevernos a pensar por nuestra cuenta, a construirnos un criterio propio sobre la realidad, aunque resulte incómodo en una sociedad acostumbrada (y acomodada) a asentir acríticamente a todo. Disentir y emitir el pensamiento crítico es un derecho. Y debe reivindicarse a cada momento. Es nada menos que un punto de partida para pensar cómo transformar “lo que no nos gusta”. No importa quién pague las pautas comerciales.
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