Don Alfred le dedicó el martes pasado un artículo a «las luchas personales de los empresarios» en su espacio semanal en Prensa Libre. Claro, es innegable que el empresario promedio enfrenta obstáculos, muchas veces injustos, para alcanzar la sostenibilidad financiera de sus proyectos comerciales. Tampoco sería razonable negar el riesgo en el que incurre el emprendedor que se atreve a innovar y a expresarse creativamente en un mercado frío y deshumanizado. Ciertamente, muchas veces este riesgo resulta determinante en su vida personal.
Pero ese no es el punto.
El punto es que don Alfred aboga por «cambiar el sistema» y «eliminar las causas» que obligan al empresario, para él víctima de la injusticia estructural, a «permitir la extorsión» bajo pena de sufrir pérdidas en su patrimonio. Sí, Kaltschmitt, el mismo que semana tras semana abandera la misión de negar las causas estructurales que fomentan pobreza, violencia, hambre, ignorancia y enfermedad entre las mayorías guatemaltecas. El mismo articulista que descalifica las luchas de las comunidades en resistencia como terrorismo, que desnaturaliza a los defensores de derechos humanos llamándolos vividores de la conflictividad, ahora pretende convertirse en el santo y guardián de los derechos humano-empresariales.
Con gente como Alfred Kaltschmitt escribiendo en los medios de gran difusión es menos difícil entender los discursos aparentemente extremistas. Si hay personas y grupos radicales en el escenario político es porque sus necesidades han sido radicalmente ignoradas y, de hecho, negadas sistemáticamente por gente como don Alfred. Es porque gente como Alfred Kaltschmitt moldea el debate público a su antojo que la idea de rebelión abierta y armada, en principio indeseable, suena justa y apetecible. Entonces, ¿quién es el terrorista? ¿Quién fomenta la conflictividad social y vive de ella?
Que cada quien decida de acuerdo a los dictados de su propia conciencia.
Hace unas semanas, otro columnista de Prensa Libre y conductor de radio prime time, Pedro Trujillo, utilizaba el mismo discurso, pero en sentido contrario, para negar las causas estructurales y sociológicas que fomentan la delincuencia juvenil. Verán: para las fuerzas dominantes y sus voceros mediáticos —muy bien entrenados para obedecer y repetir—, todos somos libres para ser felices y exitosos. Basta con someternos al poder irresistible del mérito individual y a la infinita benevolencia de una supuesta mano invisible que lo pone todo en su lugar.
Pero esta regla no se aplica cuando se trata de los dueños de los medios de producción, que son injustamente forzados a entrar en el juego de los sobornos para satisfacer su necesidad de acumular dinero. Pobrecillos. Mientras los delincuentes juveniles escogen libremente el camino del crimen, los empresarios corruptos (y corruptores de todo un sistema) son víctimas de las estructuras.
Ante dos visiones opuestas de la realidad, hay una maquinaria eficaz e implacable al servicio del capital, las rentas, la exclusión político-económica y la consolidación, bajo cualquier precio, del pensamiento único.
Está claro que Kaltschmitt y Trujillo tienen derecho a expresarse y a servir a sus amos tan descaradamente, como yo estoy en mi derecho de desenmascararlos. Gente como ellos predica y hace lo que quiere porque cree que sus acciones no tendrán consecuencias.
Queda en nosotros darles o no la razón.
Y en la medida en que les demos la razón seremos cómplices —conscientes o inconscientes— del continuo enriquecimiento inmerecido de los grupos dominantes a costa del continuo empobrecimiento inmerecido de los grupos subalterizados que constituyen las grandes mayorías.
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