Es como la suma de todas las calamidades afectando a una sola vida. Intentar abarcar todo es una tarea que me resulta un tanto compleja, dado que tengo nexos emocionales con niñas que llevan a tuto tremenda carga. Sin embargo, intentaré explicarme a través de esta historia.
Raquel, una pequeña de ocho años, llegaba a ver los dibujos en los libros de cuentos con su hermanito atado a la espalda. La acompañaban su hermano Pablo, de diez, y dos hermanitas menores. Pablo podía leer y les traducía los textos al q’eqchi’ mientras ellas escuchaban emocionadas. Ese año (2016) no estudiaron porque los padres no tenían dinero para apuntarlos en la escuela. Gestionamos y conseguimos apoyarlos con becas para el siguiente año. Con la intención de no perder continuidad, los incluimos en el programa de alimentación diaria. Sin embargo, ellas y Mario dejaron de asistir a su visita matutina. Como no pudimos darles la noticia, fuimos a buscarlos a su casa.
Llamamos. «Ave Marííííía». Adentro se escuchaban voces. Una niña vecina abrió la puerta y encontramos una escena que aún tengo presente con una sensación mezcla de miedo y gusto: la casa, humilde y con piso de tierra, bien barrida y ordenada; las botas, que solo usan para salir, juntas y bien ordenadas; las niñas, escondidas bajo la cama. El miedo que percibimos en sus rostros me hizo comprender su vulnerabilidad: así como nosotros llegamos pudo haber irrumpido cualquier delincuente.
Nos reconocieron y vinieron felices a la puerta. Nos contaron que no podían ir a la biblioteca porque no las dejaban salir solas. Papá y mamá habían conseguido trabajo cortando tomate y aprovecharon esa oportunidad para generar ingresos. Pablo también había conseguido trabajo cargando bultos para una señora en el mercado. Raquel, de ocho años, era quien juntaba el fuego, cocía el nixtamal, lo llevaba al molino y echaba las tortillas para comer con chile. Todo esto, con el bebé a cuestas.
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Si en este momento usted está intentando explicarse la razón por la cual tienen tantos hijos, le diré que yo me preguntaba lo mismo, que dejaré ese tema para otro texto y que está muy relacionado con el mandato de la Iglesia, entre otras circunstancias.
Para hacer más corta la historia, las tres niñas ingresaron a la escuela con beca y el bebé ingresó al programa de atención integral y estimulación temprana también con nosotros. Pablo, en cambio, notó que para él sí había empleo permanente y que se había convertido en la única oportunidad de que sus hermanitas se acostaran sin dolor de panza por el hambre y de poder pagar el cuarto donde duermen. Es muy listo: compró un pequeño cerdito al que alimentaba con desechos vegetales recogidos en el mercado. Vendió el cerdito para Navidad y les compró estreno y zapatos a las nenas. No logramos hacerlo volver a la escuela porque el sentido de solidaridad para con su familia lo obligó a hacer tareas de un pequeño adulto.
El año pasado ganaron el grado sin haber asistido a la escuela más que a recibir alimentos y una guía de estudios que era un copy-paste de algún libro español escrito en un idioma que no dominaban y con palabras absolutamente fuera de contexto para ellas, del que aprendieron muy poco. Por ello este año decidimos implementar Nuestra Escuela: para que pudieran estudiar en línea. Sucedió que Raquel dejó de asistir en marzo. Su mamá dio a luz a otra nena, y Raquel estaba cuidándolas. La niña, ahora de once, sabía que, si no era ella, le tocaría quedarse a una de sus hermanas.
A las comunidades rurales no llega tan fácil el pensamiento occidental moderno. Por ello las niñas sufren condiciones desiguales que les impiden desarrollarse adecuadamente. Lo que se puede ver: falta de trabajo, inseguridad, pobreza, desnutrición, trabajo infantil, falta de planificación familiar, educación mediocre, tareas del hogar, etcétera, que son solamente la punta del iceberg de toda una estructura sociocultural que pesa sobre ellas. Sobre este tema intentaré hablar en la próxima oportunidad.
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