Guatemala está atrapada en una incómoda y eterna transición entre una dictadura militar-empresarial y una democracia verdadera. No hay evidencia más clara de esto que el estado de los acuerdos de paz: firmados con trompeteo hace 20 años, pero hasta la fecha sin implementar. Formalmente existen instituciones democráticas, pero, en la práctica, la independencia judicial, esencial para la fiscalización de estas instituciones, ha sido débil. El aparato estatal se ha visto secuestrado por los corruptores y por el estatus mantenido por aquellos que se dejan corromper, lo cual ha resultado en un fracaso del Estado de derecho y en un escepticismo popular acerca de la legitimidad de las instituciones estatales. Este corrosivo desinterés, aunque entendible, desvincula a la población del actuar del Estado y desemboca en un desprecio de la política en general, esencia misma de la democracia.
Históricamente, la judicatura no ha podido frenar las violaciones a los derechos humanos y en muchas instancias ha sido cómplice de ellas. Además, dichas violaciones se han visto agravadas por el hecho de que la judicatura está efectivamente desvinculada de la población indígena. Las leyes y el proceso judicial son organizados totalmente de acuerdo con normas, costumbres y preceptos ladinos. De esta forma, el sistema de justicia mismo ha sido utilizado para subyugar a la población indígena.
Una gran parte del problema es que la misma Constitución ha sido manipulada para servir a los intereses de aquellos que desean mantener el statu quo. La propuesta de reforma busca equilibrar la balanza y garantizar una real separación de poderes y la independencia judicial, así como asegurarles el acceso a la justicia a los pueblos indígenas.
Sin embargo, en la primera sesión de discusión de la propuesta de reforma llevada a cabo en la capital (el 16 de junio) se presentaron varias contrapropuestas retrógradas, que no están en concordancia con estándares internacionales de independencia judicial. La propuesta de reforma original busca, entre otras cosas, limitar el acceso a los cargos de magistrados de las cortes de Apelaciones y Suprema de Justicia a jueces ya integrados a la carrera judicial y fortalecer el procedimiento de selección de jueces. Esto contribuiría a profesionalizar la judicatura y a reducir el riesgo de contaminación por parte de elementos externos, no especializados y posiblemente corrompidos, que hoy cuentan con igual acceso a los cargos de magistrados que los jueces de carrera. Se permitiría así el acceso a un numero reducido de abogados a los cargos de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, pero serían los jueces de carrera quienes integrarían la gran mayoría de esta corte.
Pese a que dicha propuesta se apega a estándares internacionales más que el sistema vigente, un bloque de contrapropuestas busca mantenerlo invariable, de manera que los cargos de magistrados sigan abiertos tanto a abogados como a jueces. Mantener esta posibilidad de amplia participación de abogados en las altas esferas de la judicatura no representaría ningún cambio al sistema actual, en el cual, por medio de las comisiones de postulación, los abogados pueden optar a los cargos de magistrados de las cortes Suprema de Justicia y de Apelaciones.
Los mismos grupos que proponen mantener el sistema como está tienden también a oponerse al pluralismo jurídico[1] y a la inamovilidad de los jueces. La propuesta busca alargar el mandato de lo jueces y de los magistrados de 5 años a 12. Tan corto período de funciones ha fomentado un ambiente de corrupción, dado que se expone a jueces a presiones indebidas para asegurar su renombramiento. El argumento principal de no alargar el mandato de los jueces se basa en la presunción (equivocada) de que estos son corruptos y de que, mientras más tiempo estén en el cargo, más se aferrarán a las redes de corrupción. Este argumento, seductor por su simplicidad, es también erróneo.
Una de las garantías fundamentales para asegurar la independencia judicial es la inamovilidad de los jueces, sin la cual es difícil sostener la existencia de una verdadera carrera judicial, libre de influencias políticas y de inseguridades que afecten la labor de los jueces. Cualquier reforma que conduzca a la inamovilidad de estos y de los magistrados es bienvenida siempre que haya una previa depuración de la judicatura, lo cual se contempla en la propuesta, que plantea un sistema fortalecido de evaluación y disciplina para los jueces.
Sin garantías de una mayor estabilidad en los cargos para jueces y magistrados y de que la carrera judicial premiará la experiencia y los méritos de los jueces de carrera, el sistema de justicia seguirá siendo débil y manipulable. Hay que apostarle a una reforma que vele por la dignificación y la profesionalización del cargo del juez y por una mayor transparencia en el proceso de nombramiento y ascenso. Pero temo que el proceso esté siendo saboteado por sectores cuyas propuestas no están basadas en conocimientos o experiencia, sino enraizadas en la desconfianza y, en el peor de los casos, motivadas por intereses particulares. Son demasiados los que disfrazan la prevalencia del statu quo como una solución de compromiso entre polos opuestos. No olvidemos que el 94 % de las personas que participaron en una encuesta nacional eran de la opinión de que se tenía que reformar la Constitución. Ojalá prevalezcan las propuestas basadas en valores democráticos.
[1] En cuanto al pluralismo jurídico, en otro artículo abordé los fundamentos de su oposición. Este tema se discutirá en la mesa de diálogo el 28 de julio.
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