Relatos de grandeza, miseria y desconfianza en medio de la tragedia
Relatos de grandeza, miseria y desconfianza en medio de la tragedia
Una expedición de 16 horas para llevar alimentos desde Nebaj; las distintas versiones sobre los horarios de entrada y salida a los albergues de Alotenango; una finca de ganaderos que resguarda a 50 personas en Escuintla o personas sin recursos —tan pobres como los demás—que necesitan ayuda a pesar de que el volcán no se llevó por delante sus casas y recurren a los donativos para los damnificados. En la retaguardia de la tragedia surgen decenas de historias que muestran lo mejor o lo más trágico de la condición humana, de Guatemala y de su sociedad. Un común denominador: la pobreza y la desconfianza hacia el Estado.
A Juan Bernal se le distingue rápido en Alotenango en medio del caos que acompaña la emergencia. Está frente a un centro de acopio municipal ubicado junto a la plaza central; viste cotón, el traje tradicional de Nebaj y enarbola la vara de autoridad. En el interior de la sala donde se almacenan los víveres se escuchan aplausos. Se percibe la emoción. Contrasta con el ambiente sombrío del exterior. Por ahí regresan, desolados, los asistentes al entierro de Marizta Nij de Dávila, de 40 años, y María Magdalena Zelada Soto, de 72, dos de las víctimas del volcán de Fuego. Al salir Bernal y sus acompañantes termina la ovación, lo que explica que era por ellos que la multitud aplaudía. El hombre, alcalde comunitario de la aldea Saquil Grande, no hace alarde. Parece tipo de pocas palabras. Tenía una misión y ha venido a cumplirla: traer los víveres que su comunidad recolectó para los damnificados.
Es jueves 7 de junio, cerca de las 16:00 horas. Bernal y sus acompañantes acaban de finalizar un largo viaje. Lo emprendieron la víspera, a las 22:00 horas del día anterior, en su pequeña aldea a la que solo se accede a través de un camino de terracería. Concluye 14 horas después, aunque entre Nebaj y Alotenango apenas haya 250 kilómetros.
“Reunimos la gente, unos colaboraron desde Estados Unidos y otros en la aldea. Solo en un día. Comenzamos a las siete de la mañana y terminamos las tres de la tarde. Seis picopadas de víveres recabamos y seis venimos a entregar a la municipalidad”, cuenta. También recaudaron Q42 mil en efectivos, con los que compraron más víveres en un supermercado de Chimaltenango. Otro picop de ayuda.
“Hemos traído azúcar, pañales, papel… no me daría tiempo a contarlo todo”, explica Juan Bernal.
“Estamos tristes porque somos hermanos”, afirma, emocionado. “Yo recogí el dinero; pobre la gente. Venimos con todo corazón a entregarlo aquí. Ahora vamos a regresar”. Está acompañado por un equipo de la televisión de Nebaj. Quiere que los vecinos que emigraron a Estados Unidos comprueben que ha cumplido el mandado. Este es un elemento que comparten muchos de los voluntarios que se desplazan hasta Alotenango o Escuintla: desconfían de los intermediarios, especialmente del Estado, y quieren que las personas que han aportado certifiquen que el apoyo ha llegado directamente a las víctimas.
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El índice de pobreza de Nebaj supera el 85%, según el Plan de Desarrollo elaborado por la Secretaría de Planificación Económica (Segeplan) en 2010. Un jornal en el campo se paga a Q35. Imaginen cuánto le cuesta a cada uno de los vecinos de Saquil Grande salir adelante. Solo entonces puede valorarse el alcance de su gesto.
Pequeñas épicas como la del alcalde de Saquil Grande y sus acompañantes son las que han reconfortado por estos días a los miles de damnificados por la erupción. De fondo, mientras se marchan hacia el autobús alquilado, con sus buenas horas de ruta por delante, pueden ver el volcán.
La disputa por los horarios en los albergues de Alotenango
“Aquí estamos peor que los presos. No nos dejan salir. Tenemos un horario, de 9:00 a 10:00 y de 16:00 a 17:00, si no me equivoco (en realidad es de 15:00 a 16:00). Fuera de esa hora no lo dejan salir a uno. El policía se para en la puerta y no deja salir. Nosotros nos sentimos mal. Ahora que tenemos tantas vueltas, no es conveniente que uno esté encerrado cuando tiene que estar vuelteando por la familia”. Gladys Morales tiene 42 años y permanece sentada en el interior del albergue ubicado en el anexo de la escuela Mario Méndez Montenegro, en Alotenango. Tiene la mirada perdida. Junto a ella, su esposo, Francisco Camey. El mismo gesto. El tiempo se paró para ellos el 3 de junio.
Morales residía en El Rodeo, aunque buena parte de su familia tenía su vivienda en Las Lajas, junto al puente destruido por los flujos piroclásticos lanzados por el volcán. Allí quedaron su mamá, su hija, dos nietas. Ocho familiares en total. Los restos de cuatro ya han sido rescatados. Falta la mitad. “Yo marché para Escuintla. Nos vinimos para acá a ver si encuentran a nuestros seres queridos. Sea como sea, pero los queremos ver”, dice con un hilo de voz. Solo le queda su marido, una hija y dos nietas.
La imposición de horarios en el albergue molesta a Morales. Dice que la semana pasada vinieron familiares para acompañarla al cementerio donde está enterrada su mamá. Denuncia que, al principio, no iban a dejarla salir. Luego obtuvo un permiso. “Uno está solo, triste y desesperado, que esté encerrado no es conveniente. ¿Qué más seguridad que las desgracias que nos están pasando? Más no nos puede haber. Nos sentimos muy mal”, se queja.
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Desde que el volcán de Fuego rugió, miles de personas tuvieron que ser acogidas. Entre albergues oficiales, gestionados por la administración, y otro tipo de refugios, 4,244 personas duermen bajo estos techos, según datos oficiales. Solo en Alotenango son 748 personas, divididas en cuatro albergues, según la Municipalidad.
La Secretaría de Obras Sociales de la Esposa del Presidente (Sosep) se encarga de la gestión de estos recintos. La seguridad está en manos del Ejército. A pesar de los intentos por establecer normas parejas, existe diferencia dependiendo del local. Especialmente, en el tema de las salidas al exterior.
En el anexo de la escuela de Alotenango, siguen vigentes los horarios, al menos, en teoría. Pueden verse en unos carteles pegados en la entrada.
Horario de salida: de 10 a 11 en la mañana y de 3 a 4 en la tarde.
Horario de visitas: de 9 a 10 en la mañana y de 4 a 5 en la tarde.
Horario de alimentación: desayuno a las 7, almuerzo a las 12, cena a las 6.
En la pared no está escrito, pero las luces se apagan a las nueve de la noche.
“Algunos mencionan que estamos muy oprimidos, pero no es tan así. No estamos en nuestro hogar. Las puertas de mi casa yo las abro. Las ajenas, es el ajeno el que las tiene que abrir”, dice Alfredo López Vázquez, otro de los desplazados. Su vivienda está en el caserío El Porvenir, donde cayó ceniza pero no fue sepultado por la lava.
No todo es blanco o negro. Aunque existen restricciones para salir y entrar, no siempre se respetan. “No podemos impedirles el paso, no son privados de libertad”, dice un militar que no se identifica y que hace guardia en la puerta del albergue. Según su versión, sí que hay control, pero si alguien quiere abandonar el lugar solo tiene que coordinar con su jefe de aula. En este albergue, por ejemplo, existen seis clases que alojan a varias familias. Cada una tiene un responsable. Son ellos los que aprueban las salidas y entradas.
“No tenemos tanta libertad de movimiento. Si tuviésemos libertad para salir y entrar, sería un arma de doble filo. Si alguien tiene necesidad, nosotros lo gestionamos, aunque hay quien lo hace por ellos mismos”. Isaías Espinosa, de 38 años, es uno de los líderes de aula. Hasta el día de la tragedia trabajaba en el resort La Reunión, que quedó completamente arrasado. Estuvo allí hasta las nueve de la mañana, relata. Era empleado de mantenimiento pero habitualmente, si había jugadores de golf, se quedaba para ejercer de caddy. Aquel día nadie requirió de sus servicios y por eso no tuvo que ser evacuado. Desde las inmediaciones de su domicilio en El Porvenir, pudo ver cómo la montaña se venía abajo. Sobre su casa cayó ceniza, aunque es habitable. Está en el albergue porque todavía hay riesgo. Cada día, a las cinco de la mañana, acude al puesto de control de la Policía Nacional Civil (PNC) que conduce hasta la “zona cero” y negocia un permiso para ver en qué estado se encuentra su vivienda. Tiene miedo de los robos. Hasta el mero día del desastre, con el volcán en plena actividad, hubo ladrones que se adentraron en las casas recién evacuadas.
Regresando al albergue, Espinosa dice que la primera semana llegaban donativos y se encontraban con las puertas del centro cerradas. Así que se entregaban en la plaza, a personas necesitadas de Alotenango, pobres que no necesariamente han sido damnificadas por el volcán. “El viernes nos trajeron protocolos de seguridad y otra vez nos bloquearon. Nos reunimos pensando si nos íbamos a una iglesia evangélica, donde las ayudas iban a llegar directas. Era un montón de gente que venía y como no encontraban a quién distribuir, a las personas de fuera les daban. Bendito sea Dios ha ido cambiando. Ahora tenemos libertad”, explica.
Existe preocupación por la seguridad. Es mucha gente diversa y traumatizada la que convive en un espacio tan reducido. Que se prohíba tomar alcohol es una cuestión lógica, como que se impida el paso a cualquier persona en estado de ebriedad. También hay peligros externos. El martes, un hombre fue arrestado en Escuintla acusado de intentar violar a una menor de 11 años que se encontraba en los sanitarios de uno de los refugios.
“Pueden salir y entrar sin problema, pero tenemos un reglamento”, explica Laura Valdez, directora de Sosep en Sacatepéquez. El reglamento, agrega, incluye horarios de comida y de salida e ingreso al lugar. “Es como estar en tu casa. Tú tienes que avisar donde andas”, dice.
Desde hace unos días se ha establecido un sistema de identificación de los damnificados a través de una pulsera. Si no tienes pulsera, no entras. Sandra Barragán, responsable de prensa de la municipalidad de Alotenango, dice que así se evita que personas que no han sufrido el castigo del volcán accedan a las infraestructuras preparadas para las víctimas. Asegura que la institución municipal ha trabajado con los líderes para que no se restrinjan entradas y salidas.
“No es una prohibición de que ellos puedan salir, sino que son horarios para que puedan ingresar y egresar algún tipo de víveres que se haya entregado a las personas, para que no acumulen tanto material en los albergues”, dice Teresita Mérida, auxiliar departamental de la Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH) en Sacatepéquez. Su institución, asegura, se ha entrevistado con los afectados y no ha recibido denuncias. Dice que sí que existen horarios, como el cierre a las nueve de la noche, pero que es para garantizar el descanso. Más allá de eso, asegura que los damnificados pueden acceder libremente a las instalaciones. “Ellos no están como prisioneros ni privados de libertad. Se está dando seguimiento y si se veda ese derecho la PDH está vigilante”, dice.
Los otros pobres
“Somos pobres, nosotros también necesitamos una bolsa o algo. Los evangélicos les dan y a nosotros nada. El alcalde tiene la casa llena, pero no la suelta hasta que sean las elecciones. Y eso no es así. Esto es ayuda para el pueblo que necesita”. Bernarda Choc, de 55 años, espera en la plaza municipal de Alotenango. Confía en poder acceder a alguno de los bienes que se reparten. Existe una parte de caos en la distribución. Muchos grupos rechazan coordinar con el Estado y se plantan con sus camionetas y picops en el lugar donde consideran que pueden encontrar damnificados.
Es el caso de María Victoria, de 18 años, que viene de San Pedro Carchá, Alta Verapaz, donde colabora con la 46 compañía de Bomberos Voluntarios de su departamento. “El pueblo se ha unido, ha recaudado víveres, ropa, zapatos y lo hemos traído para ver a quién podemos entregárselo”, dice. No se fía de las autoridades. “Hemos tenido el plan de entregarlo personalmente para verificar que la ayuda está llegando a las familias. Hemos decidido no unirnos al Gobierno, porque nos hemos enterado que no está llegando”. Han coordinado con los bomberos de Alotenango. La sede de la 55 compañía está también en la plaza. Se distingue por el cartel con los rostros de Juan Bajxac y José Castillo, socorristas que perecieron ejerciendo sus labores de salvamento el 3 de junio y a quienes sus compañeros todavía buscan.
En Alta Verapaz hay un 83% de pobreza, según datos del Instituto Nacional de Estadística. A pesar de ello, pobladores de este departamento han logrado llenar dos camiones para los damnificados.
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Es viernes, 8 de junio. Desde lo alto del vehículo que ha traído María Victoria se reparten diversas prendas. “¡Mujer joven!”, avisa uno de los voluntarios. Y se forma la fila. Y la bolsa negra, que estaba a rebosar, se vacía rápidamente. Hay gente que ha perdido todo y disponer de algo con lo que vestirse es una urgencia. También hay gente que sufría penurias antes de la tragedia y que tampoco tiene nada ahora. Que seguirá sin tener nada cuando la solidaridad disminuya. Algunos, además, tienen que lidiar con el luto y el recuerdo de una casa que ya no existe.
Cuando termina el reparto, Bernarda Choc sigue junto al camión. No ha recibido ninguna prenda. “No nos han dado nada”, protesta. “Nos dicen que es solo para los que le sucedió eso, pero nosotros también necesitamos”. Se queja de que no puede acceder a los albergues. Dice que su marido no trabaja y que ella tampoco puede porque sufre de asma y tiene problemas circulatorios. Junto a ella, Norberta Pérez Cruz, de 64 años. Dice que es viuda. Que vive sola. Que se encuentra mal. Que necesita ayuda. “Yo soy viuda, soy vieja, ahí les dan a todos. Yo necesito y no me dan. Siempre estoy aquí esperando”, dice.
Esta escena se repite a diario en la plaza de Alotenango.
El miércoles, 13 de abril, por ejemplo. María Sojuel, de 60 años, y Dina Leitez, de 62, no han dormido en toda la noche. La pasaron cocinando. Son de la Asamblea de Iglesias Cristianas Luz y Vida de Santa Isabel, en Chimaltenango. Traen un quintal de maíz en tamales y 50 libras de frijol. Se acercan al centro de mando, ubicado junto a la plaza, pero no encuentran soluciones. “La Biblia dice que tenemos que apoyar a los necesitados y a eso hemos venido. Pero no hemos hallado el dónde, porque dicen que comida hay. Dónde no llega, nosotros no sabemos. Nos dijeron que lo dejemos acá en la cocina (en el centro de la plaza se ha improvisado una, al aire libre, cubierta por un toldo) para que ellos distribuyan a su debido tiempo”, explica.
Media hora después, la camioneta en la que llegaron está repartiendo los víveres en plena calle. Los reciben damnificados y personas que no sufrieron el golpe del volcán, pero que también necesitan ayuda. “Cómo se les iba a negar”, dice uno de los integrantes de la congregación. Es fácil distinguir quién fue damnificado y quién no. Son en su mayoría mujeres, de edades muy diversas, desde bien jóvenes hasta ancianas. Algunas embarazadas. Otras, con niños muy pequeños a cuestas. En general, prefieren no ser entrevistadas. Elena, la única que habla, duda antes de contestar. Le sale una sonrisa pícara. Dice que vive en Escuintla, que tiene necesidad, que vino a visitar a unos familiares en Alotenango.
Media hora después, el mismo ritual. Esta vez con un autobús escolar desde el que se entregan pañales. En la fila, las mismas mujeres que un rato antes aguardaban para recibir una comida caliente.
Sandra Barragán, de la municipalidad, reconoce los casos de pobreza en el territorio. “Hay gente que vive en malas condiciones. Cuando hay corte de café, trabajan ahí. Si no, con la ropa. En este momento han visto la opción de ayuda y no es que piensen que los albergados necesitan, necesitan salvar el día”, explica.
Desde Sosep, Mariana Morales indica que han tenido noticias de la existencia de albergues que no resguardan a damnificados. Por eso, considera, hay que mantener un orden y reitera que en los centros que ellos gestionan solo se ofrece espacio a quienes perdieron todo en el volcán o fueron evacuados.
Un albergue improvisado que sus ocupantes no quieren cambiar
A Carlos Larios, transportista de 41 años, la erupción del volcán de Fuego le pilló en ruta. Venía de Taxisco cuando le llamó su hermano, Gilmar, de 35, que pilotaba los tuc-tucs que conectan toda el área devastada. Tuvo tiempo de advertir a su hija e instarle a que abandonasen su domicilio. Los dos hermanos residían en El Rodeo, en una parcela cercana a la gasolinera Puma, justo antes de la carretera que enfila hacia San Miguel Los Lotes. “Estaba en casa, con mi esposa y mis dos hijos. Empezamos a ver que venía la lava. Monté a todos en un tuc-tuc y salimos hasta Escuintla”, explica Gilmar, desde un predio que han convertido en su albergue. Se trata de un espacio propiedad de Asegasur, la Asociación de Ganaderos del Sur. Con unos plásticos han levantado una tienda donde duermen las mujeres. Han cubierto otro espacio diáfano y han instalado una cocina. Por la noche colocan tablas en el suelo, colchones y duermen resguardados de la lluvia.
“Estábamos en la autopista parados cuando me llamó Paco Martínez, uno de los socios. Me dijo que podía abrirnos las puertas. Él es el hombre por el que estamos hoy aquí”, explica. En este albergue improvisado residen 39 personas. La mayoría son miembros de la familia Larios, aunque también hay amigos que han llegado solos. “Aquí todos nos conocemos y todos somos hermanos”, dice Carlos, que ejerce el liderazgo de la pequeña comunidad.
Asegura que no quieren marcharse a un albergue oficial.
“Querían llevarnos a algún albergue del Estado porque no estamos oficializados. Decían que para alguna ayuda que llegara no nos iban a tomar en cuenta. Pero los albergues están demasiado llenos. Nosotros estamos algo vacíos, por decirlo así, tenemos dónde dormir, la gente nos ha ayudado con las colchonetas”, explica. En el centro de la gran champa, ordenados, están los paquetes con víveres que traen diversos voluntarios. Hay ropa, comida, papel higiénico. Carlos Larios dice que lo guardan y que, llegado el momento, cuando tengan un lugar al que ir, lo repartirán a partes iguales entre los presentes.
El albergue de Asegasur es otro ejemplo de la desconfianza hacia la gestión institucional. Sus integrantes prefieren quedarse aquí a ser alojados en un albergue oficial, y reciben donativos de personas que no quieren pasar por la coordinación del Estado.
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“Vinieron de Sosep. Traían una hoja en la que supuestamente les entregaba todo. Les dije que no, porque no venía lleno. Cambiaron la hoja y me dieron otra. Esto fue el jueves. En la hoja decía que les entregaba las instalaciones para que ellos pudieran coordinar. Pero no me han dado nada ellos, esto es gracias al trabajo que se ha dado la gente para traernos, es de la gente que está aquí”, dice.
Mientras responde, llega una camioneta de una iglesia evangélica con el almuerzo. Al rato, enviados de otra congregación acuerdan cuándo traer la cena. Otro templo les compró una estufa para cocinar ahí.
Preguntado sobre si aceptaría que personas ajenas a su particular comunidad se instalasen en el albergue, Larios duda. “Creo que es algo difícil, porque las instalaciones me las han dado. No queremos alguien que venga a perjudicar lo que tenemos. No podemos recibir otra gente, no es que seamos malos, pero tendría que ser un familiar o algo así, gente que no conozcamos, pues no, no quiero arriesgar”, dice.
Llegan operarios del ministerio de Salud para fumigar el terreno. Este es un lugar en el que, al margen de la tragedia, a veces se han detectado casos de dengue o zica.
Llega un militar para supervisar la seguridad. Cree que la diferencia fundamental entre los albergues oficiales y aquellos no reconocidos son los servicios que puede prestar el Estado. “Si no sabemos dónde están ubicados o no están autorizados, el apoyo es diligenciado de diferente forma. Podemos tener responsabilidades si están autorizados. Si no, les falta seguridad y orden”, afirma el subteniente Edgar Mazariegos.
“En este momento, los albergues no oficiales están en etapa de evaluación. En los que no cumplan con lo que dicta el reglamento, las personas sean trasladadas a los oficiales”, dice Mariana Morales, vocera de Sosep. ¿Qué ocurre con los que no lo deseen? “Tienen que estar por condiciones y normas que exige la ley. No hay otra”, responde.
En el albergue de Asegasur, sin embargo, la percepción es otra. “El gobierno no nos ha dado nada. No se acuerda de los pobres. Esto es de personas civiles, es privado, no puede venir el Estado a ponernos leyes”, dice Gilmar Larios. En su recuerdo, los niños de la escuela de San Miguel Los Lotes a los que él solía trasladar en el tuc-tuc. “En un 75% están muertos”, dice, apesadumbrado. A su lado, su hijo juega con un tremendo charco que se ha formado por la fuerte lluvia. Es duro pensar en todo lo que ocurrió el domingo, cuando el tiempo se detuvo en las faldas del volcán.
“Me gustaría regresar a mi casa”, dice Gilmar. “Igual, a ver qué decide el gobierno. Lo primero, dar laminitas para que la gente vaya a vivir. Si no se ha hecho presente con comida, menos con construir una casa formal”, afirma.
La comparecencia de Jimmy Morales el jueves, anunciado la construcción de viviendas temporales para los damnificados, abrió el camino a la declaración de El Rodeo como “zona inhabitable”. Así que la familia Larios, que presume de lo unida que está, deberá buscar otro lugar donde establecerse. Mientras tanto, prefieren su champa de Escuintla que cualquiera de los albergues gestionados por el Estado.
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