Esta mañana se decidirá si se abre el primer juicio por genocidio en un tribunal en América Latina, un año después de la primera comparecencia de Efraín Ríos Montt ante un juez.
Ayer en la tarde, escuchando la intervención de Danilo Rodríguez –el abogado defensor de Ríos Montt– en la audiencia, me parecía oírle hablar de un personaje de otro tiempo y otro espacio. Me imaginaba la caricatura de un político de otra época, a lo mejor de otro planeta, en una tierra sin guerra, y más allá del bien y del mal: “Un político que impulsó leyes de gran importancia popular, para la participación del pueblo”, un hombre “de carácter reformista, progresista” con una “trayectoria incorruptible”, decía. Como era de esperarse, acudió a la trillada necesidad de “reconciliación de la nación”, insinuando claramente la también trillada consigna de “¿por qué dividir, por qué insistir en la justicia por los crímenes del pasado, en lugar de abrirnos al perdón y al olvido?”.
Su (larga y aburrida) disertación me transportó a aquel memorable y conocido pasaje del libro “La risa y el olvido” de Milan Kundera, en el que nos dice que la gente grita que quiere crear un futuro mejor, pero eso no es verdad, el futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro sólo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar al laboratorio en el que se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia.
Y es que la intervención de Rodríguez era algo así como la minuciosa confección de una foto de perfil para el Facebook de su general: una tarea en la que le encomendaron buscar y presentar su lado más guapo y simpaticón. Ya saben ustedes: mencionar sus “logros y avances” como político, hacer alarde de sus virtudes patrióticas y resaltar su lado generoso (si el hombre también ha de tener su corazoncito). Eso sí: como lo malo pasó y eso no se puede negar, porque tampoco puede uno hacerse el quite ante el tremendo peso de la historia, Rodríguez debería echar el muerto de los muertos a los demás colegas. Unos colegas –ellos sí– protagonistas de un pasado de rostro irritante y ofensivo; un pasado que mejor sería olvidar, o en su defecto, retocar y desfigurar a través de relatos oficiales, para que la expresión le cambie a la fuerza, aunque le quede un extraño rictus de sonrisa fingida.
¿Cómo pretender que nuestras instituciones respondan a la impunidad de hoy, si tienen una larguísima y abultada cola machucada que llega hasta los años ochenta? ¿Qué tipo de legitimidad sería aquélla de unas instituciones amnésicas? ¿Cómo librar a nuestro futuro de una espiral de repeticiones si no se hace justicia a quienes fueron víctimas en el pasado? ¿Cómo concebir la paz y la reconciliación sin justicia?
Lo que está ocurriendo en este proceso, antes de llegar a una sentencia e incluso antes de saber si se abrirá el juicio, es muy importante en sí mismo: la justicia, como procedimiento, nos da la posibilidad de reconstruir y acceder a un relato histórico sobre las razones por las cuales sucedieron las atrocidades del pasado. La justicia es una especie de conjuro contra ese olvido que amenaza constantemente con borrarlo todo de la historia, incluyéndolos a ellos y a ellas: sus nombres, sus rostros, sus miradas, sus voces, sus huesos bajo la tierra, el cómo y el porqué se les exterminó. La justicia pone fin al olvido, a ese dominio del “otro” que alcanza su éxito cuando el “otro” es olvidado y borrado de la historia oficial.
Los jueces tienen hoy una oportunidad de permitirnos, como diría Walter Benjamin, “pasar el cepillo a contrapelo de la historia” y cuestionar esa versión oficial de la historia, esa mentira contada desde arriba, ese cuento que a día de hoy se nos sigue enseñando en las escuelas. Nosotros tenemos la oportunidad de mirar atrás con ojos críticos y comenzar a liberarnos de esa herencia con la que, como diría la Bersuit, cargamos todavía: temor reverencial y jerarquías formales, en lugar de tratos horizontales; violencia defensiva, en lugar de aproximación y conocimiento del otro; silencios hipócritas, en lugar de diálogos frontales; repetición acrítica de verdades oficiales, en lugar de búsqueda crítica de las propias respuestas; y un largo lastre de actitudes derivadas de una pesada cultura autoritaria y represiva…
Hoy es un día histórico. Gracias a quienes con su trabajo arduo y silencioso lo están haciendo posible.
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