Retorno a la clandestinidad
Retorno a la clandestinidad
Coyote. Mochila. Son dos palabras que se escuchan mucho en el campamento de refugiados de Tijuana. Los que junten dinero contratarán a un coyote para cruzar a Estados Unidos. Los pobres entre los pobres podrían ser tentados por la oferta de la mochila: pasar la frontera cargando con droga. La caravana sacó la migración de la clandestinidad. Al chocar con el muro, hombres, mujeres y niños se ven obligados a regresar a ella.
“Coyotes hay, y de confianza, los que han pasado a toda la familia. No puedes venir y decir ‘quiero un coyote’. Te pueden secuestrar, te pueden babosear, te pueden ver la cara de pendejo, decirte que te va a pasar, les das la plata y te dejan botado. Todo aquí es negocio”. Gustavo Adolfo Trías Gatica tiene 26 años, es guatemalteco y nació como hijo de la migración. Su mamá, también chapina, conoció a su papá, mexicano, en el tránsito hacia San Diego, Estados Unidos. Él era coyote y él fue, precisamente, el que la cruzó al otro lado. Eran los tiempos en los que pasar al gabacho era más sencillo, sin tanto muro que sortear.
Trías Gatica es hijo de una emigrante enamorada de su coyote. Ahora, él mismo carga con su petate hacia Estados Unidos. Si las condiciones de vida en el origen no mejoran, la migración se convierte en carga que pasa de padres a hijos.
Este es el punto al que ha llegado la caravana. La larga marcha de los hambrientos sacó de la clandestinidad a los migrantes centroamericanos. Fueron visibles durante un mes. Caminaron a plena luz del día, en vivo y en directo. Ahora, con Estados Unidos a la vista, se ven obligados a regresar a la ilegalidad. La única vía para cruzar regularmente la frontera es pedir asilo, pero tarda mucho y las posibilidades son exiguas. Queda el recurso de siempre: pagar un guía y encomendarse a la suerte. Como hizo, décadas atrás, la mamá de Trías Gatica.
Quizás por ser hijo de un coyote y una migrante, el joven guatemalteco es muy consciente de sus opciones. Llegado a Tijuana, su plan es regularizar sus papeles, hacer algo de dinero y dar el salto. Tendrá que esperar a que la frontera se enfríe o, ya con documentación en regla, desplazarse a otros puntos que se consideran menos protegidos, como el desierto de Sonora o Tamaulipas. Menos protegidos, pero más peligrosos.
Él podría aspirar a la doble nacionalidad por tener padre mexicano, pero le piden 1,400 pesos (533 quetzales) por el trámite. No tiene ese dinero. Necesita conseguir mucho más para pagar al coyote. Por eso ha acudido a la feria de empleo ubicada a diez cuadras del improvisado albergue y ha rellenado los formularios del Instituto Nacional de Migración (INM). Cuando tenga sus documentos podrá trabajar y obtendrá algo más importante: movilidad. Los agentes de migración no podrán arrestarle si desanda sus pasos. O, al menos, eso dice la teoría, que es ambigua y flexible en la frontera sur de Estados Unidos.
Hasta que ese momento llegue, el joven duerme en una champa levantada en uno de los extremos del campo de refugiados Benito Juárez, antes conocido por ser una cancha de béisbol. Su casa es un plástico negro atado a la verja de metal. Por dentro, cobijas y mantas. En esta zona huele mal, terriblemente mal. Los sanitarios se encuentran a unos 20 metros. El viento empuja hacia aquí el olor fétido de las heces de más de 5,000 personas que colapsan el campo. Ya no es un campamento itinerante. Ahora es un campamento estancado, con aguas estancadas junto a los baños, y seres humanos estancados frente al muro que separa México del “sueño americano”.
Llueve y las tiendas de campaña se inundan y hay que saltar los charcos para llegar a baños inundados de porquería y la imagen es apocalíptica pero no hay otro lugar en el que refugiarse.
“Voy a Estados Unidos. Voy a cruzar como cualquier persona”, dice Trías Gatica. “Como cualquier ilegal”, matiza. Ahí está la clave. “Como ilegal”. Esa es, prácticamente, la única opción. La suya y la de muchos de los integrantes de la caravana.
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Existe un grupo, un pequeño grupo, un minúsculo grupo, que podrá acceder al asilo en Estados Unidos. Pasarán un mes esperando en Tijuana. Atravesarán el paso de El Chaparral. Superarán la entrevista de “miedo creíble”. Serán encerrados. Un juez valorará su caso y podrán hacer su vida al otro lado con una tobillera de vigilancia. Años después tendrán el juicio y sabrán si entran en el selecto grupo de centroamericanos a los que el vecino del norte acoge como refugiados.
Entre el 75 % y el 80 % de las solicitudes de asilo de centroamericanos son rechazadas por el Gobierno de Estados Unidos, según datos de la Universidad de Siracusa.
Trías Gatica ni siquiera aplica para estos casos.
Él sabe que no tiene posibilidades de cruzar así.
Nunca tuvo problemas con la ley, ni los pandilleros le amenazaron. Nadie le extorsionó ni le robó ni le puso una pistola en la cabeza. Hasta llegó a graduarse como perito contador. Trabajaba en un banco, cobrando 2,200 quetzales la quincena. Es decir, 4,400 el mes, por encima de los 2,800 quetzales del salario mínimo en Guatemala. Pero quería aspirar a más. Nadie puede culparle. El origen de su éxodo es haber nacido en el lado equivocado, en Centroamérica, donde uno debe sentirse agradecido por recibir un jornal que al otro lado del muro sería considerado esclavista.
Ser pobre no aplica para pedir refugio.
Trías García lo sabe y por eso quiere hacer dinero para pagar un coyote. Desde que llegó la caravana, los precios se han disparado. Entre 4,000 y 8,000 dólares piden por cruzar. Montos altísimos, como si los migrantes hubiesen sido recogidos desde la mismísima Guatemala.
Ley de la oferta y la demanda. Muchos demandantes, un contexto difícil y pocos coyotes con verdadera probabilidad de éxito. Lecciones de capitalismo aplicadas al negocio del tráfico de personas.
Existen excepciones al dineral que piden por regla general los coyotes. Algunos ofrecen cruzar por 200 dólares, pero únicamente entregan a la persona a migración. Esto sirve para aquellas personas que quieren pedir asilo. Con este pago evitan la fila, de al menos un mes, que aguarda en El Chaparral.
También se habla de los narcotúneles. Dice la leyenda que Tijuana es una ciudad con el subsuelo agujereado como un queso gruyere. Algunos migrantes aseguran haber visto esos túneles. Un hondureño, incluso, afirmaba haberse introducido en uno y obligado a darse la vuelta por hombres armados. En las tardes de albergue, si uno se sienta con un grupo de migrantes, no tardarán en aparecer las historias de mística y épica de aquellos que, supuestamente, lograron cruzar.
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Cábalas al margen, para gente como Trías García, a quienes sus compañeros de travesía conocen como “el chapín” (siempre hay un chapín en todos los grupos), la única opción es pagar un platal. Así que es probable que el joven termine endeudado con algún familiar o, todavía peor, con un prestamista, encadenado a un pago que se multiplicará en caso de que no logren cruzarle.
“Mejor con coyote”, repite, junto a su champa.
A su alrededor se escuchan rumores de que hay un grupo que intentará saltar esta noche. Es martes, 27 de noviembre y son eso, rumores. El campamento, estancado, desencantado, sucio y precario, es el reino del rumor. Creer que alguien se lanzó al otro lado y logró su objetivo forma parte de la estrategia colectiva para alimentar la esperanza. Todos los días se dice que alguien se ha lanzado. Todos los días se especula con alguien que cruzó. Todos los días es un día más atascado en un albergue, con el muro a la vista, con Estados Unidos tan lejos.
También es verdad que todos los días alguien lo intenta.
La burreada: cruzar a Houston con 25 kilos de cocaína
“Vinieron dos personas y me dijeron si había pensado en el plan B. Me dijeron que tenían una opción para mí: la burreada. La burreada es que te cargan con una mochila de droga, te mandan un guía, llevas 25 kilos de pura droga. Puede ser cocaína, piedra, marihuana, aunque más que todo era cocaína. Dijeron que si yo burreaba para ellos, me ofrecían llevarme hasta Houston”. Amílcar, guatemalteco, recibió esta oferta cuando estaba alojado en Mexicali, en la semana entre el 12 y el 18 de noviembre. Protegemos su identidad por motivos obvios. Hablamos de narcotráfico en el país que se desangra por la denominada “guerra contra el narcotráfico”. El país en el que en la última década más de 200.000 personas han sido asesinadas por las guerras entre carteles.
Lo que Amílcar nos cuenta muestra cómo las redes criminales que trafican con cocaína, marihuana o metanfetamina aprovechan la desesperación de los migrantes para lanzarles a la frontera como carne de cañón. El viaje es gratis. Tienes opción de quedarte en Estados Unidos o regresar, cobrar el trabajo (50.000 pesos mexicanos le ofrecieron a Amílcar) y poder lanzarte de nuevo. Pero tiene sus riesgos. Si te agarran pueden caerte penas que van de meses a años de cárcel, más la prohibición de no poder ingresar en Estados Unidos, según la abogada Charline De Cruz, experta en cuestiones migratorias. Si pierdes la mercancía, pueden matarte, según relata Amílcar.
“Me dijeron que iría con un guía. Que eran entre seis y diez días caminando. Que el guía me iba a decir dónde comer, dónde descansar y cuánto tiempo caminar. Si lo hacía bien, de plano me quedaba. Pero si perdía la mochila, pues perdía la vida. Si yo les generaba una pérdida, el que perdía era yo”, relata, ya en Tijuana, convencido de que hizo bien rechazando la oferta.
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Amílcar no quiere ir a la cárcel. Tampoco ha llegado a un grado de desesperación suficiente como para lanzarse al desierto con su mochila de droga a la espalda.
Se lo pensó, y esto es relevante para lo que otros centroamericanos puedan hacer.
Hubo un momento en el que estaba dispuesto.
Un tipo que jamás tuvo problemas con la ley en Guatemala, que nunca consumió drogas, que carece de expediente policial, estaba dispuesto a transportar cocaína para una organización criminal solo para lograr el billete a una vida mejor. Este es el caldo de cultivo de la desesperación, que irá aumentando conforme avancen las semanas.
No sabemos qué debe ocurrir para que llegue un momento en el que se quiebre y acepte la oferta. Sabe dónde encontrarles. Ellos saben que él puede buscarlos.
Por ahora, relata el momento en el que decidió echarse atrás. Explica que viajó junto a otros tres compañeros en una camioneta. Salieron de Mexicali. En un momento determinado, les obligaron a bajar la vista, para que no identificasen el camino. Llegó a un lugar desértico en el que había, al menos, otras 25 personas.
“Me puse la mochila y sí que pesaba. Fui a ver todo el sistema. Ellos decían que no era tan obligado, que querían ayudar. Pero si te agarran, te quedas preso. Me dijeron que me darían un número de teléfono y me ayudarían si acababa en la cárcel, pero nadie te ayuda, no creo que fuesen a responder”, dice.
Explica que era un día de neblina, favorable para lanzarse, que los narcos le intentaban motivar. “Vos sos gallo, vos tenés buen cuerpo”. Pero no lo vio claro. Se regresó junto a otros cuatro. El resto, diez aproximadamente, siguió su camino. Cada burro con su guía. Cada pareja con su mochila con comida y su mochila con droga. Desconocemos si llegaron a buen puerto, si fueron detenidos, si alguno se asustó durante el trayecto y ahora su cabeza tiene precio.
Esta no fue la única ocasión en la que Amílcar recibió una oferta así en Mexicali.
Al día siguiente, llegan otros dos tipos. Él ya estaba prevenido.
“Se te ve que tienes aguante”, le dijeron. “Con nosotros solo caminarás cuatro días. El guía te puede dar droga para que aguantes. Él te dirá dónde drogarte y dónde no. Y si quieres trabajar con nosotros, puedes trabajar”, le aseguraron.
Pero Amílcar tenía claro que ese no era su camino.
Existe un número indeterminado de migrantes que, al contrario que el guatemalteco, aceptaron las condiciones de los narcos.
No tenían otra opción. Carecen de una historia de persecución lo suficientemente trágica o documentalmente probada como para que un juez norteamericano la acepte. Tampoco disponen de dinero como para pagar un coyote, ni conectes familiares que le adelanten la plata.
¿Cuál es el único modo de cruzar a Estados Unidos con guía y sin pagar un dineral? Trabajando para el narcotráfico.
La oferta que Amílcar rechazó, pero que aceptaron otros muchos compatriotas, sirve para explicar cuál puede ser la reacción de los carteles en un contexto terriblemente complejo. Los migrantes escogieron Tijuana por ser el camino más seguro hasta la frontera. Pero esto no implica que Tijuana sea una balsa de aceite. En Tijuana hay una guerra abierta que está ahogando la ciudad en sangre.
A falta de un mes para que concluya 2018, en la ciudad de Baja California han sido asesinadas 2,267 personas.
Con una tasa de 125 homicidios por cada 100,000 habitantes, Tijuana es la quinta localidad mexicana más violenta.
Atentos: los migrantes que huyen de la violencia recurrieron a la quinta ciudad más violenta de México como camino más seguro hacia Estados Unidos.
“Es triste para nuestra comunidad, tenemos unas cifras de asesinatos nunca vistas”, dice Marco Antonio Sotomayor, director de Seguridad Pública de la Municipalidad de Tijuana.
El funcionario explica un panorama de guerra entre tres carteles. Por un lado, los Arellano Félix, conocidos como el cartel de Tijuana, que son los que históricamente han operado en el territorio, el cártel local. Ellos dominaron la zona hasta hace una década, cuando irrumpió el cartel de Sinaloa, entonces liderado por Joaquín “Chapo” Guzmán. Hace cuatro años entró en escena el Cartel Jalisco Nueva Generación. Primero se alió con los locales, pero terminó traicionándoles y abriendo una guerra de todos contra todos.
La sangría que afecta a Tijuana está vinculada, según Sotomayor, a la disputa por los puntos de narcomenudeo.
Los carteles pueden percibir la llegada de migrantes desde dos perspectivas.
Con preocupación, por tratarse de un movimiento que calienta la frontera. Más policía y más control son pérdidas para el narcotráfico. Y los grupos criminales no suelen tener contemplaciones con quienes les bajan las ganancias.
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Como oportunidad. Cientos, miles de personas desesperadas son carne de cañón, mano de obra barata para las operaciones de los carteles. Sotomayor alerta de la “vulnerabilidad” de los migrantes para ser captados, especialmente en el caso de aquellos que consumen drogas.
Hablar sobre México y migración irregular sin mencionar el narcotráfico es perderse una parte importante de la historia. Cuando se cierran todas las puertas legales, la ilegalidad se convierte en el único camino transitable. En los exteriores del albergue Benito Juárez, en la colonia Zona Norte, se han registrado varios tiroteos, todos ellos vinculados con el tráfico de estupefacientes a pequeña escala.
Trabajar para conseguir dar el salto
No sabemos cuántos hombres, mujeres y niños han tomado ya el camino del coyote que tiene previsto tomar Gustavo Adolfo Trías Gatica.
Tampoco sabemos cuántos hombres (las mujeres y los niños están vetados) se aferraron a la vía de la droga, que Amílcar rechazó.
Sí tenemos claro que, para optar a la primera vía, la menos peligrosa, lo fundamental es obtener dinero. Por eso hay decenas de integrantes de la caravana que están en trámite de conseguir un empleo. Sam Rivera Maldonado, nicaragüense de 24 años, y Francisco Javier Andrés Galeas, de 22 años y de Tegucigalpa, son dos ejemplos. Ambos llevan unos días en la cantina Los Mariachis, en el centro de Tijuana, zona de bares que no cierran nunca y lugar en el que todos los vicios están disponibles si uno sabe a quién preguntar.
Rivera Maldonado dice que huye de la situación política de su país, envuelto en un sangriento conflicto desde que el 19 de abril comenzaron las protestas contra el Gobierno de Daniel Ortega.
Andrés Galeas dice que huye de la muerte. Muestra en su espalda la cicatriz de una puñalada. Un miembro de la Mara Salvatrucha (MS-13) lo acuchilló en la colonia Quezada de Tegucigalpa. “Se metieron con mi familia, con mi esposa, querían abusar de ella, yo me metí y me anduvieron buscando hasta que me encontraron”, dice el joven, antiguo integrante de la barra brava de Los Revolucionarios, que sigue al Motagua, uno de los principales clubes de fútbol de Honduras.
Ninguno de los dos soñaba con trabajar en un antro de Tijuana en el que cobran 100 pesos más propinas la jornada nocturna de 12 horas. En quetzales, hablamos de 37 al día, unos 1,100 al mes, muy por debajo del salario mínimo.
Si quisiesen pagar con ese salario los 8,000 dólares que pide un coyote deberían trabajar ininterrumpidamente 4 años y medio, destinando íntegramente todo el sueldo al ahorro para el cruce. No parece factible. Sin embargo, ellos siguen. Ambos duermen en el albergue y, con este dinero, pueden alimentarse y vestirse. Habrá que ver dónde se encuentran dentro de dos meses.
“Quiero pasar al otro lado y darles un mejor futuro a mis hijos”, dice el hondureño. El nicaragüense, a su lado, asiente.
Por el momento, solo unas decenas de migrantes han logrado un puesto de trabajo en la Feria de Empleo, aunque la Municipalidad asegura que hay 4,000 ofertas disponibles. En Tijuana hay trabajo. Se trata de una zona industrial, con maquilas, ensambladoras y diversas empresas. Hay migrantes, sin embargo, que tienen miedo. Creen que si regularizan su situación en México no podrán aplicar al asilo. Por eso trabajan en negro, como Galeas o Maldonado. Otros, como Trías Gatica, saben que no pueden solicitar refugio en Estados Unidos, así que el trámite no les preocupa. Hay mucha confusión en el éxodo a pesar de llevar más de un mes caminando.
No sabemos qué ocurrirá en los próximos días, semanas o meses.
La fuerza del grupo permitió a la caravana de los hambrientos transitar México protegidos del crimen organizado y de las propias autoridades. Llegados a este punto, ese mismo grupo es percibido por muchos como un lastre para dar el último salto, el más importante.
Estados Unidos sigue estando lejos, terriblemente lejos.
Cuando las leyes migratorias se expresan a través de muros o en forma de gases lacrimógenos, los hambrientos y los que huyen solo tienen el recurso de la ilegalidad. Como ha sido siempre.
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