Sabido es que las condiciones de precariedad e inseguridad en la que viven millones de familias son la explicación de que las afectaciones ante este tipo de hechos se constituyan en verdaderas tragedias. Estos desastres podrían evitarse. No obstante, esto no ocurre en contextos como el guatemalteco, lo cual se explica a partir de factores de carácter político.
El primer factor refiere al carácter estructural del Estado, cuya institucionalidad le impide a este garantizar derechos tanto como responder a contingencias como la pandemia de covid-19 o el huracán Eta. Esta imposibilidad se debe a los efectos de políticas de ajuste neoliberal que desde los años 80 vienen configurándolo como un Estado sin las normas, la institucionalidad, los recursos y las capacidades para gestar políticas que le garanticen a su ciudadanía, como mínimo, sus derechos y satisfactores básicos. En coherencia con lo anterior, el Estado guatemalteco no cuenta con las herramientas para ser rector de la economía, por ejemplo. Contrariamente, está sometido a las leyes del mercado (eufemismo que esconde las relaciones de poder en el ámbito de la economía), lo cual debe traducirse como la priorización que se hace de los intereses del capital local y del transnacional por sobre el interés público y común. Esto es lo que puede constatarse en la mayoría de las leyes aprobadas en estos 40 años —como la normativa en materia energética— y en las orientaciones fundamentales de las políticas estatales —económica, financiera, crediticia y agrícola, por ejemplo— que han sido aplicadas por sucesivos gobiernos del actual período constitucional.
Un segundo factor refiere a la política y a la capacidad gubernamentales. Como gobierno de la continuidad, la administración actual, con su estilo, énfasis e intereses particulares, confirma las orientaciones políticas que caracterizan al Estado guatemalteco. Así, ha aplicado una política de la inercia con relación al actual modelo de acumulación de capital, privilegiando así las inversiones y actividades correspondientes a los sectores económicamente poderosos, lo cual se expresó en la orientación dada a buena parte del endeudamiento aprobado con la justificación de la pandemia de coronavirus. En otro sentido, puede decirse que, más allá de los enclenques, paliativos y retardados programas de apoyo social a los sectores afectados por la actual crisis sanitaria, social y económica, los intereses y propuestas procedentes de los obreros y los campesinos, de los pueblos indígenas y de las mujeres siguen sido objeto de supeditación, marginación y supresión.
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Según datos oficiales, el huracán Eta afectó a más o menos 700,000 personas, de las cuales un aproximado de 400,000 se vieron damnificadas. Cerca de 50 personas fallecieron por deslizamientos y derrumbes y cerca de 100 están desaparecidas. Se habla de alrededor de 60,000 familias afectadas en sus cultivos, ubicadas en 84 municipios en 11 departamentos. Asimismo, se reportan 144 carreteras y alrededor de 25,000 viviendas afectadas o destruidas.
Los datos anteriores indican una alta vulnerabilidad social y el agravamiento de problemas históricos relacionados con la falta de soberanía alimentaria, así como de apoyo a la agricultura familiar y a la economía campesina, y con la precariedad en materia de vivienda y de carreteras. Más allá de las reacciones tardías y reactivas del Gobierno, no se vislumbra un interés en atender con coherencia la problemática, a la cual se suman no solo el huracán, sino también la pandemia por covid-19. No se divisa un cambio de rumbo que implique priorizar el apoyo a las pequeñas unidades productivas en el campo para que se recuperen de la pérdida de siembras y de cosechas, así como a las familias para encontrar una solución inmediata a la destrucción y afectación de sus viviendas. Lo previsible es que las ampliaciones presupuestarias, manejadas y administradas con un velo de duda, serán insuficientes para frenar el probable aumento de la pobreza y del hambre, en especial en regiones excluidas, como las que se vieron impactadas con el fenómeno natural.
Así, un cambio de rumbo con relación a la inercia gubernamental debe concretarse en el proyecto y la aprobación del presupuesto nacional para 2021. Por el bien de las grandes mayorías, ojalá nuestro pesimismo al respecto se vea contradicho y el sálvese quien pueda deje de ser una realidad.
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