Me refiero a la tapa del manifiesto de Breivik, y las primeras frases del documento, en que declara una guerra revolucionaria-conservadora en nombre de las Caballeros Templarios de Europa.
Se trata, obviamente, de una guerra delirante, diseñada con esmero y rigor por una persona que supuestamente necesitaba cirugía plástica facial para perfeccionar sus autoretratos de guerrero. Lo curioso de los Caballeros Templarios, sin embargo, es la extrema plasticidad del nombre e historia de esta secta medieval que abanderó las Cruzadas contra tierra musulmana. Son los mismos Caballeros que, durante los últimos 10 años, han sido protectores de la línea genética de Jesús Cristo (según Dan Brown y otros investigadores del oculto) y cercanos a la secta que asesinó el artista italiano bisexual Caravaggio. Más recientemente, regalaron su nombre al grupo reciclado de narcotraficantes de Michoacán, México, después de la decadencia y desintegración de aquello insólito grupo de evangelistas criminales ex drogadictos, La Familia.
En su conjunto, esta historia multiuso del nombre indica hasta qué punto los Caballeros se han convertido en un loose signifier, o sea, un término sin referencia fija y confiable. Esta degeneración del vocabulario, y su conversión en un lenguaje casi privado asociado con nublosas ideas de lucha, nobleza, secretismo y guerra en Jerusalén, parece apoyar la teoría de la extrema locura de Breivik. Según esta perspectiva, muy popular en los círculos conservadores europeos, el manifiesto del asesino y sus relaciones con fuerzas derechistas a través de Europa son absolutamente irrelevantes en cuanto a la correcta interpretación de la masacre, que se basó únicamente en sus perversas ondas cerebrales. Sus relaciones con la Liga de Defensa Inglesa (EDL), por ejemplo —cuyo fundador, Paul Ray, también llamó a la creación de un nuevo orden de Caballeros Templarios, como si no ya fueran suficientes— tendrían el mismo grado de responsabilidad criminal, según esta teoría, que el cantante gótico Marilyn Manson en la masacre de la Escuela de Columbine.
Otro enfoque insiste en la extrema importancia del trasfondo de nacionalismo, xenofobia y racismo que se está extendiendo a lo largo del norte de Europa por medio de partidos políticos legítimos. Podemos llamarlo, por conveniencia, la teoría de la sopa extremista. Aunque los dirigentes de estos partidos condenaba el ataque —Siv Jensen, del Partido de Progreso en Noruega, lamentaba lo acontecido con lágrimas en los ojos, y Geert Wilders, en Holanda, denunciaba el acto de un maniaco— queda por probar si la nube tóxica de odio y resentimiento emitidos por estos partidos no contribuyera al sentido de legitimidad y justica del asesino solitario.
El debate está abierto. A favor de la teoría de la sopa viene la evidencia abundante de los vínculos de Breivik con la derecha extrema, y también el estudio de la historia, que muestra una relación íntima entre discursos políticos excluyentes y actos violentos o terroristas. No importa cuánto el EDL intente controlar los actos de sus fieles, por ejemplo; al fin y al cabo habrá escaramuzas y agresiones contra inmigrantes. Por otro lado, los liberales tienen obligación de reconocer la diferencia categórica que ellos marcaron en su momento entre terroristas jihadistas y la fe islámica, aun en sus versiones más duras y wahhabistas. Por razones de coherencia y consistencia, hay que seguir distinguiendo al asesino de la ideología extremista que le nutre.
Además, sería válido preguntar exactamente cuáles medidas podría ser aplicadas contra las fuerzas políticas sin tergiversar el juego democrático, o crear movimientos clandestinos extremistas aun más violentos y masivos. Seguramente, se reconoce muy bien esta lección en América Latina después la experiencia de la represión de los peronistas en Argentina (terminando en la creación de grupos armados de extrema derecha e izquierda) o de la liquidación de la primavera democrática en Guatemala en los años 50, con sus consecuencias conocidas.
Al final, los eventos de las últimas semanas demuestran que Europa sigue siendo un continente donde el extremismo ideológico y excluyente tiene poderes extraordinarios. En América Latina, con contadas excepciones, no se encuentra la misma línea historia; de hecho, me atrevería a decir que es un continente donde el extremismo nunca ha prosperado. Aun en los casos de terrorismo guerrillero o del Estado, o de los movimientos revolucionarios o contra-reformistas, cuesta llamarlos extremistas: fueron duros, crueles, sangrientos, y a veces genocidas. Pero el extremismo depende de la ideología; se basa en una versión exacerbada y increíblemente intensificada de la ideología, tan intensa que ciega su portador a las mínimas sensibilidades humanas.
En América Latina, sin embargo, han prevalecido los intereses, las corporaciones, y las clientelas. El sueno de Ariel, de José Enrique Rodó, queda lejos de la realidad. Los Caballeros Templarios existen, pero trasiegan droga y matan por encargo.
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