Es una condena geopolítica de la que Centroamérica y México han hecho también una dependencia económica. Estados Unidos es el primer socio comercial de Guatemala, mientras que nosotros ocupamos el puesto 35 en importancia para ellos. La relación dispar pone cualquier negociación en una desventaja poco salvable.
Los extremismos discursivos propios de la opinión pública y tuitera rara vez se mantienen dentro de los límites previsibles y los objetivos realistas para la negociación de un acuerdo internacional. Dos momentos en la historia han sido picos de conflictos de esta naturaleza: la firma del Tratado de Libre Comercio entre República Dominicana, Centroamérica y Estados Unidos de América (TLC-Cafta), aprobado en 2005, y la firma más reciente del acuerdo para convertir a Guatemala en un «tercer país seguro» para solicitantes de asilo en Estados Unidos.
Trump tomó la decisión política-electoral de descongestionar la insostenible crisis fronteriza y del sistema migratorio poniendo el puño sobre la mesa con México, El Salvador, Guatemala y Honduras. Durante una visita de las primeras damas de la región, de la canciller y del ministro de Gobernación a la frontera, el secretario interino de Homeland Security, Kevin McAleenan, abrió sutilmente las negociaciones. La visita recíproca programada para un mes después y una supuesta filtración del borrador de acuerdo a través de Voice of America terminarían de echar a andar las ruedas de la opinión pública.
La explosión mediática puso a Guatemala en una posición más complicada: los acuerdos internacionales suelen firmarse en la opacidad porque implican, por lo general, ceder contra el gigante del norte. La idea de Trump, no necesariamente de los ministros, encontró al malicioso y extremadamente limitado equipo del presidente Morales con la guardia baja y sin armas para negociar.
Con las cartas sobre la mesa había dos caminos:
El primero era firmar el preacuerdo de gestión, darle la victoria en los medios a Trump y regresar a la casa a lidiar con el asunto ya en materia de implementación, ya en la búsqueda de vías jurídicas o políticas para revocarlo (en el Congreso o en la Corte de Constitucionalidad, que prudentemente señaló ya la ruta de acción). Cabe destacar que, según el preacuerdo, se debe agotar la vía jurídica también en Estados Unidos, y eso implica que debe pasar por su Congreso y por sus filtros jurídicos, incluso por su propia corte. Firmar era ganar tiempo.
El segundo era meterse a un lío político contra Trump en los medios y esperar que este encontrara cualquier represalia factible de las que barajaba (sanciones, tarifas, impuestos, etcétera). Y ese, el de la batalla mediática, es el campo favorito de Trump. Aun si Trump no hubiera tenido el campo de maniobra, la actitud servil y cobarde del sector privado guatemalteco, en apoyo constante a Morales y a su cínica rivalidad con la Corte de Constitucionalidad, habría provocado un nuevo campo de tensión política difícil de sostener.
Si la intención es procurarse impunidad por la gallina con loroco, mi sospecha es que esto sirve de muy poco. A Trump no le importa nada la situación personal de Morales. No hay amigos: hay intereses.
Por último, si nos vamos a convertir en tercer país seguro para migrantes que buscan asilo en Estados Unidos, hay que rescatar la humanidad, apagar de golpe los conatos de xenofobia y mitigar el daño que la tragedia que este gobierno, nefasto en todas sus esquinas, dejará para el entrante.
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