La crisis política que se está viviendo en el país tiene unas raíces muy profundas en la configuración del mismo sistema democrático. Las cosas no han sucedido por generación espontánea ni por arte de magia. Tienen su propia explicación, una narrativa que a veces se desdibuja en los intersticios de la cotidianidad y de una práctica política que ha moldeado más la existencia de saqueadores de bienes públicos que la de funcionarios que velen por el fortalecimiento del Estado.
¿Y cómo se explica este fenómeno? Quizá de muchas formas, pero hay una que es infaltable. Y para eso hay que transportarnos un poco atrás en el tiempo: al momento en que se modifican y discuten las nuevas reglas del juego democrático, lo que socorridamente se llama transición a la democracia. Aun cuando no existe un consenso sobre su inicio, partamos del momento en que surge la Constitución como un acto de la voluntad popular y del consenso social. No obstante, la transición llega tarde a Guatemala y presenta unos rasgos muy característicos que la configuran, ya que es antecedida por un largo período autoritario y militar, pero además se construye sobre la base de una realidad muy particular: la existencia del conflicto armado no resuelto.
En este contexto, poco común en comparación con otras transiciones latinoamericanas, la voluntad popular y el consenso social comienzan a desdibujarse y convertirse más en un proceso de negociación entre y para las élites del país: los sectores económico y militar, principalmente; dos actores tradicionalmente no democráticos, pero que en la transición sufrieron un proceso de aprendizaje y reciclaje. Al final del día, la democracia y sus instituciones fueron impuestas. No hubo tiempo para entenderlas o procesarlas. Así, de un día para otro se echó a andar el experimento.
Estos actores y muchos otros que se han subido a este carro en estos años han aprendido a moverse en estas nuevas aguas de la democracia. No obstante, otros buscan a toda costa la preservación de sus prebendas y privilegios. Estos actores son precisamente los denominados legados autoritarios, los cuales, según Hite y Cesarini, se conceptualizan como reglas, procedimientos, normas, patrones, prácticas, disposiciones, relaciones y memorias originados en una definida experiencia autoritaria del pasado, que como resultado de configuraciones históricas específicas o de luchas políticas sobrevivieron la transición democrática e intervienen en la calidad y en la práctica de las democracias posautoritarias.
Estas herencias pueden reconocerse tanto en estructuras o instituciones formales e informales como en prácticas o manifestaciones culturales. Y precisamente los últimos acontecimientos políticos, tales como los casos La Línea, IGSS-Pisa, Redes y el financiamiento de partidos políticos, entre otros, han sido la evidencia de la existencia de dichos actores y de su directo involucramiento en el funcionamiento y la descomposición de instituciones públicas que solo han favorecido la existencia de un sistema político clientelar, patrimonialista, corrupto y opaco.
Ciertamente el tema de los legados autoritarios se puede analizar desde muchas perspectivas, pero en el caso de Guatemala los legados difícilmente se pueden separar de los actores (políticos, militares, económicos o empresariales, religiosos, mediáticos y de la sociedad civil) que gestionan su presencia y garantizan la continuidad y preservación de sus intereses. Entender el tránsito de la lógica de la guerra a la lógica de la política, del enemigo al adversario, de la aniquilación a la concertación y deliberación pública, de la imposición a la negociación o consenso (o simulación), implica el reconocimiento de la existencia de dichos legados autoritarios.
Y ese es el marco en el que se explican los hechos que desembocaron en una crisis que obligó a la renuncia del binomio presidencial y a la realización de un sinnúmero de procesos penales en curso. Los actores políticos y todos aquellos que durante más de tres décadas se han aprovechado de la debilidad del Estado promovieron la creación de un nuevo comportamiento: la simulación, entendida como la conducta de actores que siguen las reglas establecidas por el marco institucional hasta donde estas les permitan seguir preservando sus intereses y prerrogativas. Si el statu quo se modifica en su contra, siguen utilizando el entramado institucional para afectar tal modificación, ya tratando de dejar esta sin efecto, ya generando problemas en su implementación y vigencia.
Es decir, el tránsito del autoritarismo a la democracia fue el asidero de la creación de ciertos grupos de interés que surgen o se preservan al amparo de determinadas reglas. En este caso, las instituciones públicas y el desarrollo del juego político guatemalteco permitieron el fermento y la pervivencia de ciertos actores autoritarios y han legitimado su existencia en el nuevo régimen.
Pero a pesar de ello, el sistema encuentra sus propios puntos de fuga ante una crisis. Por ello es comprensible que alguien como Alejandro Maldonado Aguirre sea el nuevo presidente de la república. La salida a una crisis de legitimidad democrática resultó ser la guinda del pastel de esa democracia que fue diseñada y se ha desarrollado más bajo las lógicas de un sistema autoritario: un sistema que por su naturaleza privilegia el secretismo, la opacidad y la arbitrariedad, pero sobre todo la corrupción.
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