Asimismo, en la falta de respeto a las consultas de buena fe, llevadas a cabo por las propias comunidades a falta de convocatoria gubernamental. Este país ha gestado un auténtico polvorín. Lo que ocurre en Santa Cruz Barillas es, no solo una muestra de similares conflictos con menor cobertura mediática, sino un anuncio de los que están por venir si se sigue actuando con igual negligencia en la gestión de estos asuntos. Un vistazo al mapa de licencias autorizadas en el país da suficientes luces para tener una idea.
¿Por qué consultar sobre decisiones que tradicionalmente el gobierno tomaba sin preguntar a nadie? Porque es una obligación que el gobierno contrajo al ser ratificados instrumentos internacionales que reconocen un derecho a la consulta cuando se tomen medidas que afecten a los pueblos indígenas, para contar con su consentimiento previo, libre e informado. Porque nuestro país se ha construido sobre una historia de colonización externa e interna, que tuvo el objetivo de anular las culturas indígenas, sus formas de vida y su voz en la toma de decisiones, y porque ese proceso ha implicado el despojo y desarticulación de territorios que formaban su base política y cultural. La consulta, como dispositivo de participación, busca recuperar la centralidad del derecho de los pueblos a asumir el control de su existencia individual y colectiva, a través del control de sus propias instituciones, territorios y formas de vida.
¿De qué sirve consultar? Dado que la consulta de buena fe implica un proceso de información y diálogo con las comunidades, para tener su consentimiento previo sobre las decisiones a tomar, estos procesos contribuirían, no solo a reducir confusiones y lagunas de información, sino a reflexionar sobre los matices que hay entre cada tipo de megaproyecto. Abrirían, así, la posibilidad de un necesario debate nacional sobre el desarrollo, sus concepciones y sus alternativas.
¿Por qué debe hacerlo el gobierno? Porque no es posible cumplir con la igualdad que la Constitución promete a todos los ciudadanos en el país, si no se supera la exclusión que ha estigmatizado a los pueblos indígenas como atrasados, incapaces, salvajes y terroristas, dejándolos bajo ese pretexto fuera de la toma de decisiones sobre su propio destino. Porque el Estado, al estructurarse sobre bases racistas, tiene la responsabilidad directa de resarcir ese daño histórico.
¿Por qué la opinión de las comunidades debe ser vinculante para el gobierno? Porque la consulta como trámite protocolario para salir del paso es un engaño. Porque los pueblos indígenas además de la consulta, y por las mismas razones ya expuestas, tienen el derecho a determinar libremente su propio desarrollo, y esa norma básica implica que su propio criterio, y no otro, sea el que defina el curso de las decisiones que les afectarán.
Muchos dirán que todo esto apareja el riesgo de que las comunidades sean “malinformadas” o “manipuladas”, pero ¿no mantiene acaso esa aseveración el prejuicio del atraso indígena, ese prejuicio que infantiliza a un indígena incapaz de tomar sus propias decisiones? Por otro lado, ¿no corremos acaso todos el mismo riesgo de ser malinformados y manipulados cuando acudimos a las urnas a votar para elegir a nuestros gobernantes o para opinar en las consultas populares nacionales? En todo caso, ¿estarán nuestros gobernantes libres de manipulaciones, como para confiar a su mejor criterio la toma de decisiones?
Muchos dirán también que sería complicado el caso de no llegar a un acuerdo. Claro que sería complicado, porque si hubo diálogo, la falta de acuerdo significaría que el daño potencial es severo y que los intereses económicos en juego son enormes. En esos casos difíciles es en los que ante la duda se debe volver al diálogo y explorar otras salidas, antes de dar curso a concesión alguna para terminar regresando al mismo círculo. Suena largo, tenso, tedioso, sin recetas mágicas, exigente de creatividad y esfuerzo. A lo mejor. Pero ¿democracia queremos? ¿Democracia decimos estar construyendo? Asumamos entonces sus implicaciones en esta particular realidad que tenemos.
Yo me pregunto, ¿qué nos extraña de que la gente suela tomar medidas de hecho, cuando ha sido el Estado el primero en incumplir sus compromisos legales, y cuando con ello es el primero en violar los derechos que debe garantizar? Si el gobierno no respeta las leyes, ¿de qué Estado de Derecho se supone que habla? ¿Cómo nos pide a los ciudadanos que respetemos incondicionalmente la misma legalidad que manipula a conveniencia de las multinacionales? Luego, ¿es con la violencia de un estado de sitio, con la restricción de derechos y con la reapertura de heridas del pasado que aún no han sido curadas, como pretenden resolver estos complejos y estructurales dilemas?
La ideología del atraso y la inferioridad indígena ha justificado desde siempre estos abusos cometidos en contra de los pueblos, así como su invisibilización en las esferas de producción de poder. Las comunidades indígenas han cargado con el peso de esa razón instrumental que aparejan las formas de acumulación de capital en este país, que tanto por acaparamiento de tierras, como por extracción de recursos, han requerido (siempre por las malas) de su trabajo barato y esclavizado, condenándolos a la pobreza estructural durante generaciones y generaciones. Para ser exitoso, ese modelo económico ha debido mantener, tanto la ausencia del Estado en las áreas indígenas, como la negación de autonomía a las comunidades para decidir la manera en que quieren vivir.
El derecho, como productor de cultura, ha servido para articular un imaginario social que acepta pasivamente esas definiciones y la lógica de dichas relaciones. Así, la pobreza e inferioridad indígena se han normalizado a tal punto que los diálogos nacionales parten del supuesto de que si el gobierno les hace el favor de recibirlos, son ellos quienes deben aprovechar el momento para convencer a sus propios representantes de la precariedad en la que viven y de las condiciones que colocan su existencia, de una manera brutal, en una delgada línea entre la vida y la muerte.
Como la vida de Andrés Francisco Miguel, en Barillas, son muchas las vidas perdidas silenciosamente. Vidas de las que ni el discurso mediático, ni los políticos, ni las élites “generadoras de empleo” se hacen cargo. Vidas perdidas que no se encuentran en la lista de lo que merece ser llorado, de lo que amerita duelo. Judith Butler afirma que los seres humanos hemos creado una clasificación entre nosotros, donde hay normas tácitas o explícitas que dictaminan qué vidas cuentan como humanas y vivientes y qué otras no; qué vidas son “llorables” y merecedoras de duelo y qué otras no. Detrás de estas nociones subyacen estratificaciones que determinan quiénes son sujetos de derechos y quiénes no.
Siguiendo esta reflexión, las vidas indígenas y campesinas serían a lo largo de la historia vidas no llorables, vidas que no merecen ser vividas, sujetos sin derechos: seres que pueden ser despojados a la fuerza de manera sistemática, violenta y descarada, o dejar de ser consultados sobre decisiones que los colocan entre la vida y la muerte y los condenan a la pobreza estructural; seres que pueden ser reclutados forzosamente en caso de guerra o sometidos a condiciones laborales de extremo riesgo y precariedad vital, en pos de un “desarrollo nacional” que les es ajeno, porque ¿a quién le importan esas vidas?
Viendo las cosas a partir del servilismo gubernamental hacia las multinacionales y de su cínico desprecio por la pérdida de tantas vidas humanas, no solo por causa de la falta de abordaje de los problemas desde su raíz, sino de la obtusa negación para cambiar las violentas formas de abordar la conflictividad que ello genera, ¿quiénes son los que representan el atraso nacional? ¿Quiénes son los salvajes? ¿Quiénes son los terroristas?
Más de este autor