La cruel ironía de las autoridades al autodenominar «capital pro vida de Iberoamérica» al país y presentarse como «defensores de la vida desde su concepción» mientras se abandona alegremente a su suerte los indicadores de analfabetismo, la desnutrición infantil, la mortalidad materna, el abuso sexual contra la niñez, la violencia de género y un largo etcétera, obliga a preguntarse: ¿qué concepto de vida es la que supuestamente se defiende?
Los mal llamados «pro vida» desde la estrechez moral y política conservadora de sus propios fundamentos dogmáticos y religiosos, ajenos al Estado Laico, son incapaces de generar un verdadero consenso moral y ético normativo sobre los mínimos de la acción estatal con respecto a la genuina defensa de la vida, de esa que transcurre ignorada en las calles, en el campo, que se va con hambre cada noche a la cama sin posibilidades de soñar.
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Quizás por eso no se ve esa beligerancia ardiente por parte de estos grupos conservadores para exigir iniciativas de ley o políticas publicas concretas para mejorar las condiciones respecto a nutrición, educación sexual y reproductiva, prevención de violencia, exigiendo justicia junto a las víctimas de violencia sexual, interpelando los roles tradicionales e impulsando programas de responsabilidad parental.
Hoy en día, la miopía conservadora de estos grupos parece haber hecho un feliz encuentro con el analfabetismo funcional de quienes hoy cooptan el poder político, y la miríada de funcionarios que por unas monedas han vendido los valores del servicio público, del bien común y preceptos elementales como la garantía de un Estado laico. Es a la sombra de esta decadencia moral de los supuestos defensores de la vida que florece el extractivismo y la corrupción.
A través de esta política de «defensa de la vida», liderada pintorescamente por el Ministerio de Educación, se pretende ignorar en dónde estamos parados hoy, y narcotizar a la juventud desde la educación media con estas letanías fundamentalistas de la realidad socio-política y económica del país, que no hace sino expulsar a sus propios hijos fuera de sus fronteras como única apuesta realista para «preservar la vida».
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Sin embargo, más allá de cualquier fatalismo ante esta ola de conservadurismo cerril, vale la pena apelar a quienes en el seno de sus creencias religiosas y morales creen defender la vida de esta manera, para que abran los ojos a otras perspectivas críticas. Que puedan ver que ninguna base moral ni de valores puede erigirse y sostenerse como valor social compartido si se hace sobre los escombros del hambre, de la misoginia, del racismo, sobre los que pretenden fundar este nuevo orden conservador.
Defender la vida puede tener un nuevo significado valioso cuando se piensa en su amplia extensión y no únicamente desde el supuesto derecho del Estado y la religión de pontificar sobre el cuerpo de las mujeres y el ideal de «familia», un concepto pleno de significado cuando no se excluye todas las múltiples posibilidades de establecer vínculos de afecto y de humanidad entre las personas.
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