Según Chomsky, la década de los 60 marca en ese país una era de revolución democrática gracias al auge de movimientos sociales (sindicales, de mujeres y civiles) que clamaban por el reconocimiento de sus derechos. Pero también una era de conflicto, ya que las élites económicas miraron en estos movimientos un adversario no solo por el poder político que estas fuerzas representaban en esa nueva sociedad, sino porque estos nuevos actores reclamaban una parte de la riqueza. Una parte que antes se quedaba en los bolsillos de dichas élites.
El objetivo central del sistema capitalista es la creación de riqueza. Sin embargo, apunta el catedrático, esos acontecimientos de los años 60, de nuevo en la palestra, delinean la disputa entre dos visiones: reducir la inequidad por la vía de una mayor distribución de la riqueza o limitar la democracia para garantizar que esa riqueza siga en manos de unos pocos. Tome nota el lector de que en este conflicto no estaba en entredicho el sistema capitalista, sino el tipo de capitalismo. Uno concentrador o uno que distribuyera la riqueza.
Una discusión relevante no solo para Estados Unidos, sino también para este país. Y habría que comenzar diciendo que aquí no puede haber réquiem para un sueño de igualdad de oportunidades y ascenso social porque tal sueño nunca fue una realidad. La Constitución de la República dice que es obligación del Estado orientar la economía nacional para incrementar la riqueza y tratar de lograr el pleno empleo y la equitativa distribución de la riqueza. De acuerdo con este mandato, pareciera que para el Estado de Guatemala es tan importante crear riqueza como distribuirla. Al menos es lo que dice el papel.
Sin embargo, los datos nos arrojan otra realidad. Y es esa realidad, y no las letras, lo que al final importa. Según el último informe del Banco Mundial, Guatemala es el cuarto país en Latinoamérica con más desigualdad: el 10 % más rico concentra el 40 % del ingreso total, mientras que el 10 % más pobre tiene poco menos del 1 % de ese ingreso. La tasa de crecimiento se ha mantenido por encima del 3 % desde el 2012, mientras que la pobreza aumentó al 59.3 % en el 2014.
El diario La Hora, en una publicación del 19 de mayo, confirma que en la base de datos de los papeles de Panamá figuran 527 guatemaltecos, quienes a través de distintos bufetes abrieron 1 233 empresas offshore, lo cual convierte a Guatemala en uno de los países con menos recaudación tributaria y en el sexto con más clientes del bufete Mossack Fonseca. Y no se cuentan todos esos otros guatemaltecos que abrieron sus empresas offshore con otros bufetes y que todavía duermen con un ojo abierto.
Según Hugo Beteta en una entrevista de Nómada, «se calcula que hay 700 000 millones de dólares estadounidenses en [empresas] offshore de América Latina […] y eso representa 21 000 millones menos en impuestos». ¿Cuántos de esos miles de millones debieron quedarse en Guatemala? No se sabe aún. Lo que sí se sabe es que muchos individuos cran estas offshore para desviar sus riquezas y no pagar impuestos —algo que muchos llaman legal, pero que es inmoral e ilegítimo—. También se sabe, con bastante certeza, que ese dinero que salió no será reinvertido porque, como bien dice Beteta, «se crean empresas cascarón, que no tienen ninguna productividad, que no producen nada ni crean nada».
Ahora sí comienza a tener sentido, al menos para mí, por qué, a pesar del buen desempeño económico de Guatemala, la pobreza crece y la inequidad aumenta. Y entonces, ¿qué pasa con la democracia?
Igual que en Estados Unidos, aquí se han intensificado las demandas de una ciudadanía más consciente de sus derechos y que exige su cumplimiento, pero también prevalece una clase dominante (política y económica) que se resiste a optar por un capitalismo más incluyente, que supere la inequidad y le ceda espacios a la democracia. Estamos llegando a un punto sin regreso en que los movimientos sociales arreciarán sus luchas y demandas y las élites tendrán la obligación de replantearse la estrategia. Seguir por la vía de limitar la democracia solo lleva a más conflicto y, a la larga, a un menor desarrollo y un menor crecimiento.
No más trampas para expatriar fortunas. No más triquiñuelas para evadir al fisco. No más salarios de hambre. No más argucias jurídicas para limitar la democracia. Esta vía solo ha producido pobreza, inequidad y conflictos. Es tiempo de soñar una Guatemala distinta.
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