El pedo lo guio hasta la 18, donde pernoctaban varios hombres vestidos de mujer, altos, con tacones, quienes varias veces le habían pagado 50 pesos a cambio de que se los cogiera.
Empezaban a hablarle cariñosamente, a sobarle la pija. Qué lindo el chavito. El cuate se dejaba. Le gustaba ese tono cálido que pocas veces había conocido. Además, el trip que se cargaba y, bueno, 50 quetzales no son nada despreciables a esas horas.
Pero esta vez se le vino el pantallazo de hace diez a...
El pedo lo guio hasta la 18, donde pernoctaban varios hombres vestidos de mujer, altos, con tacones, quienes varias veces le habían pagado 50 pesos a cambio de que se los cogiera.
Empezaban a hablarle cariñosamente, a sobarle la pija. Qué lindo el chavito. El cuate se dejaba. Le gustaba ese tono cálido que pocas veces había conocido. Además, el trip que se cargaba y, bueno, 50 quetzales no son nada despreciables a esas horas.
Pero esta vez se le vino el pantallazo de hace diez años: cuando su tío, con quien vivía, lo agarró por atrás, lo empujó contra una pared y lo penetró hasta que le sangró el culo.
Esa imagen y muchas otras lo turbaron cuando hablaba con los chavos de tacones. Y de repente, como si un demonio o un santo se le hubiera aparecido, se le atravesó uno de esos estados paranoicos que, como ya había sucedido antes, lo empujó a salir corriendo por cuadras y cuadras hasta la calle más amada: la línea.
Nada que ver con La Línea de los grandes titulares provocados por los vericuetos entre Otto y Roxana, ya que acá el único tema era la cogedera. Y por 30 varas se conseguía una sesión, al mandado, de 15 len de placer adentro de uno de esos cuartitos angostos, con olor a melocotón fermentado, tan dulce y extravagante que resultaba encantador.
A la mamá de su hija la conoció en esta calle. Cuando ella terminaba de trabajar, él llegaba a la habitación donde vivían. Y todas las noches le hacía el amor como ningún otro, pensaba él. Así pasaban la vida hasta que una tarde un vecino la montó en su moto y ella nunca regresó.
Que se fuera con ese tipo no le pareció tan extraño, pues era el único del barrio que había conseguido comprar una moto y él sabía que su mujer quería siempre lo mejor. A los días ella le mandó un whatsapp: «Necesita medicina la nena».
Se enojaba a sus 18 años y cavilaba no solo sobre la conseguida de la plata, sino sobre cómo ella se pondría sin ropa encima del de la moto.
Entonces pensaba en sus amigos, los de la otra colonia, los que le habían prestado la pistola la otra vez para clavarles las carteras a unas señoras mientras hablaban por un teléfono de monedas.
Tiró la botella de vidrio que compró en la tienda. Esta se rompió en una pared. Se destrozó al tiempo que él hundía su cara en las manos con olor a pegamento. Le salió de repente un aullido agudo, como cuando le machucan la pata a un perro, lo que le desató un llanto acongojado.
Sollozaba y pensaba contradictoriamente, confundiéndose más, en las escenas de sexo y de terror como rayos en una tormenta. No sabía qué hacer y nada se le ocurría, solo ir de nuevo al parque y buscar al Chele debajo de la bandera para volver a empezar el día calmado. Eso hizo. Pasó caminando a la par de una escuela, pero no se dio cuenta. Nunca aprendió a leer.
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