Por eso no es casualidad que en esta Guatemala donde a los indígenas se les asigna el rol de mano de obra servil y barata, en la actual constitución se les trate, no como pueblos sino como “grupos étnicos”, que sus derechos de propiedad comunal se garanticen como “posesión”, y que su derecho a la libre determinación, como marco del sistema jurídico propio, dé márgenes de autonomía política, de la consulta en asuntos de su interés, del acceso a sus territorios y recursos naturales, no esté reconocido.
Tampoco es casualidad que las reformas de 1994, promovidas por el sector empresarial para garantizarles el negocio a los bancos privados, remplazando al banco central en el derecho que tenía de financiar al Estado en momentos de crisis o necesidad, hayan pasado por alto la necesidad de esta revisión constitucional. O que fracasaran las reformas posteriores a los Acuerdos de Paz, que ofrecían el reconocimiento de la pluriculturalidad.
Debería ser anacrónico apelar a la historia colonial para entender este injusto desbalance, pero no lo es. El acto colonial primario de negar la soberanía indígena, despojando a los pueblos de sus territorios, dejó una serie de legados que a día de hoy son un lastre para nuestra democratización. Al ser necesarios como esclavos, luego sujetos de encomiendas y más adelante trabajadores en las grandes fincas, a los indígenas se les negó de facto la ciudadanía y se les impidió el igual acceso a las oportunidades para desarrollarse como seres autónomos. Manteniendo su dependencia de míseros salarios para sobrevivir, se les despojó del control sobre su propia vida, al punto de negárseles la posibilidad de autonombrarse, de autodefinirse con su propia voz en las esferas de poder. (¿Quién los representó en la Asamblea Nacional Constituyente de 1985?)
Por eso los indígenas son invisibles en la Constitución. O más bien, son nombrados según la conveniencia de otras voces. ¿No es un inmenso atropello a la dignidad usurpar la voz a ciertos seres humanos, reduciéndolos a la condición de espectadores sobre lo que se dice y decide sobre ellos? Ya lo muestra la reciente entrevista a Andrés Castillo, presidente del CACIF, quien objeta el reconocimiento de la pluriculturalidad que incorpora el actual proyecto de reforma constitucional: “Todo ello genera más dudas que certezas, cuando el indígena lo que pide son condiciones viables y que lo dejen trabajar.” Vaya, el hombre conoce a la perfección “lo que el indígena pide”: que lo dejen trabajar. A eso se reducen, en su imaginación, las reivindicaciones indígenas en el marco de una reforma constitucional.
¿A quién y qué tipo de dudas puede generar una tímida propuesta de reforma que afirma que la “Nación guatemalteca es una y solidaria” y que “dentro de su unidad y la integridad de su territorio es pluricultural, multiétnica y multilingüe”? A lo mejor el hombre duda de que Guatemala sea “una” nación, porque en un súbito ataque de lucidez se dio cuenta de que existen varias naciones conviviendo históricamente dentro de un mismo Estado. Quizás su duda radica en que la nación guatemalteca sea solidaria. O a lo mejor duda del reconocimiento de la pluriculturalidad, porque sabe que lo que correspondería en nuestro contexto sería el reconocimiento de la plurinacionalidad.
Continúa inquiriendo: “¿para qué consultarle al pueblo indígena? ¿Qué hay del resto?”, mientras en el texto contiguo Otto Pérez Molina expresa que le gustaría tener una reunión con el CACIF para dirimir sus diferencias respecto a la reforma. Si el CACIF goza de facto de la consulta y no se mueve la hoja de un árbol sin su consentimiento previo, libre e informado, ¿cómo van a ser necesarios para Castillo la consulta y el consentimiento de los pueblos indígenas? Remata, paradójicamente, hablando de igualdad para todos.
Los reconocimientos de la pluriculturalidad tuvieron lugar desde el siglo pasado en la mayoría de países de América Latina. El debate en algunos lugares radica hoy en la discusión sobre cómo implementar constituciones que reconocen la libre determinación de los pueblos y la existencia de diversas naciones dentro de un mismo Estado. El reconocimiento de pueblos y nacionalidades indígenas ha marcado en esos países una ruptura paradigmática frente al carácter unitario y centralista que vertebraba la idea de Estado-nación, y se relaciona con el eje descolonizador como ruta deconstructora del Estado republicano, colonial y liberal. Acá, en contraste, hablar casi en voz baja de una cuestión fáctica bastante obvia para todos, como la pluriculturalidad, sigue produciendo un ridículo escozor.
Si la Constitución es el texto básico de nuestra convivencia ¿no sería sensato consultar a los pueblos indígenas antes de modificarla para nombrarlos, partiendo de una necesidad, no sólo de reconocimiento, sino de relacionamiento entre distintas naciones históricas que conviven en el seno de un mismo Estado, compartiendo el territorio, los recursos naturales, la riqueza histórica y las instituciones políticas?
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