Hay una corriente de opinión que se está diseminando en algunos medios y en redes sociales mediante la cual prácticamente se comparan los delitos por los que se acusa al expresidente Otto Pérez Molina y los delitos por los que se está solicitando el retiro de la inmunidad del presidente Jimmy Morales.
La idea es generar un imaginario en el cual se enjuicien con mayor severidad los casos de corrupción y saqueo en los que habría participado el expresidente. Además, se conmina a las personas a pensar que los fondos de la corrupción son propiedad de los guatemaltecos en general, pues provienen del pago de impuestos.
Como correlato, se señala que el delito de financiamiento electoral ilícito es una especie de «delito menor», y los argumentos que se pregonan para sustentar esto son que el dinero utilizado «era de particulares, y no del Estado», y, sobre todo, que el delito se cometió «mientras el actual presidente no ejercía ningún cargo público». O, lo que es peor, se justifica en que «es la forma tradicional como operan todos los partidos».
Ambas posturas son razonables y tienen su cuota de verdad. No obstante, este último delito, se vea por donde se vea, es muy pernicioso, ya que corroe las raíces del sistema político. La democracia es como un banco de dos patas. Una hace referencia a todo lo relacionado con el acceso al poder (procesos electorales), y la otra, a lo que se denomina el ejercicio del poder (período de gobierno).
Las acciones que implican la existencia de un financiamiento electoral ilícito corrompen y distorsionan todo un proceso electoral, pues generan una serie de perjuicios que al menos rompen el principio de un juego justo, es decir, de igualdad y sana competencia. Además, los fondos de dudosa existencia y sin supervisión legal promueven una serie de incentivos perversos que distorsionan el derecho de elegir y ser elegido.
Sin embargo, eso no es todo.
Las consecuencias de este delito traspasan esa frontera, pues su objetivo principal es obtener prebendas y privilegios ya en el lapso en el que se ejerce el poder. Las personas y las organizaciones que se integran a esa mafia política tienen claro que la ayuda que se provee en el tiempo electoral tiene su recompensa, con creces, durante la gestión del gobierno. Este delito ha permitido la existencia de un Estado que ha promovido y sostenido redes clientelares y patrimonialistas.
Los financistas se convierten en los privilegiados contratistas del Estado que ganan millonarios proyectos, los cuales la mayoría de las veces no se cumplen, se dejan a medias, pero, eso sí, se cobran completos. Esto, en el mejor de los casos. En otros, dichos financistas llegan a ocupar puestos esenciales en el Estado que les permiten convertirse en los operadores políticos y financieros que promueven actos basados en la compra de voluntades y el tráfico de influencias, de modo que desnaturalizan la esencia de la política.
El financiamiento electoral ilícito no puede pasar desapercibido. Hoy el presidente (FCN) y otros dos secretarios generales (UNE y Líder) habrán de enfrentar la justicia por este delito que ataca el corazón mismo de la democracia. Planificar y organizar toda una estructura criminal que mine el sistema político no es una cosa baladí. Si bien las leyes establecen las penas correspondientes a cada delito, estoy seguro de que nunca una pena podrá compararse con el daño operativo, cultural y simbólico que el financiamiento electoral ilícito le hace a la democracia.
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