Una propuesta para ordenar el Sistema Penitenciario
Una propuesta para ordenar el Sistema Penitenciario
El Sistema Penitenciario es el centro de toda política criminal. Especialmente porque las tareas que legalmente se encargan a los técnicos penitenciarios se han ampliado con los años. De acciones de control punitivo, ha pasado a incluir tareas educativas, de capacitación laboral, de atención psicológica y médica, de prevención y de rehabilitación.
Como respuesta a este cambio de paradigma deontológico, en 2006 se implementó el Régimen Progresivo en el Sistema Penitenciario guatemalteco. Se enfocaba en readaptar al privado de libertad, conseguir su reintegración social, y evitar la reincidencia. Fue un importante cambio institucional y un paso necesario hacia la modernización. Sin embargo, ha fallado rotundamente y no ha alcanzado esos objetivos.
El fracaso institucional se evidencia con las altas tasas de reincidencia criminal, que es considerado uno de los indicadores más importantes para medir el desempeño de los servicios penitenciarios.
Desde 2012, el 59 % de las personas condenadas que recuperaron su libertad retornaron a los centros penitenciaros por ser culpables de otro delito. Un importante elemento que explica esta deficiencia es que el Sistema Penitenciario carece de protocolos para evaluar, diagnosticar, clasificar y segmentar a los privados de libertad. Solo se cuenta con un «informe criminológico», que tiene como objetivo indicar la «peligrosidad» del privado de libertad. Esta evaluación de peligrosidad únicamente contempla el delito por el que la persona fue sentenciada y los reportes de conducta mientras cumple la pena. Existe un informe psicológico, pero es muy deficiente y no aporta información útil.
Esto plantea tres importantes problemas. Primero, no existe control alguno dentro del Sistema Penitenciario que garantice un adecuado seguimiento de la conducta. Segundo, si bien el tipo de crimen es importante, no informa sobre la capacidad del individuo de readaptarse a la sociedad una vez quede en libertad, y tampoco es un sólido indicador del riesgo criminal. Tercero, el concepto «peligrosidad» ha sido sustituido, a los efectos de la predicción, por el concepto de «riesgo de violencia».
A diferencia de la peligrosidad, que lleva a decisiones del tipo «todo/nada», el riesgo de violencia es variable y específico, y permite tomar decisiones graduadas y reevaluables respecto al pronóstico futuro de violencia[1].
A esto se le debe sumar la inexistencia de una agenda de investigación científica sobre el perfil criminológico de las personas privadas de libertad en Guatemala, que permita actualizar y mejorar los procesos penitenciarios actuales.
Evaluación de riesgo
El éxito de cualquier sistema de justicia penal depende de su capacidad de predecir lo más fiablemente posible el comportamiento criminal futuro, a tal grado de poder asegurar que una vez un individuo cometa un delito y sea sentenciado, sea poco probable que lo haga de nuevo.
Esto requiere que las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley puedan identificar a los individuos con mayor riesgo. Por eso, una evaluación del riesgo es de vital interés para el adecuado funcionamiento del sistema penitenciario[2]. Esta evaluación facilita y mejora la toma de decisiones en el ámbito penal, ofreciendo una metodología empíricamente estandarizada y conceptualmente sólida para determinar la urgencia y necesidad de un tratamiento, una reubicación o acceso a la redención de penas o libertad condicional. Se ha demostrado cómo el uso de herramientas estructuradas de la evaluación de riesgo mejora marcadamente la precisión de las evaluaciones basadas exclusivamente en el juicio clínico[3].
La evaluación de riesgo cuenta con cuatro componentes principales: (1) la identificación de factores de riesgo empíricamente válidos, (2) la determinación de un método para medir estos factores de riesgo, (3) el establecimiento de un procedimiento general para registrar y agrupar la presencia y relevancia de los factores de riesgo, y (4) la estimación del riesgo[4].
[frasepzp1]
Los factores de riesgo son características biológicas, psicológicas y sociales que sistemáticamente incrementan la probabilidad del comportamiento criminal. Es importante señalar que los factores de riesgo no son necesariamente causas, sino variables que presentan una correlación empírica con el comportamiento criminal, indicando que entre ambos existe una asociación. En otras palabras, correlación no significa causalidad, los factores de riesgo son probabilísticos, no deterministas.
Los instrumentos de evaluación están compuestos por factores de riesgo estáticos y dinámicos. Los factores de riesgo estáticos no cambian (por ejemplo, la edad en el primer arresto, sexo, trastorno mental preexistente, problemas en la infancia), mientras que los factores de riesgo dinámicos pueden cambiar, ya sea por sí solos (edad), o cambiar a través de una intervención (nivel educativo, estado laboral, drogodependencia, psicopatología, habilidades cognitivas). Los factores de riesgo dinámicos que pueden cambiar a través de una intervención también son llamados «necesidades criminógenas» ya que están directamente relacionadas con el comportamiento criminal. La evaluación indica el nivel de riesgo de reincidencia del evaluado (bajo, medio, alto).
El modelo de Riesgo-Necesidades-Respuesta[5] se ha convertido en un marco teórico y práctico prominente para guiar la evaluación y el tratamiento de los delincuentes sentenciados. El modelo tiene tres principios fundamentales: evaluar el riesgo, abordar las necesidades criminógenas y brindar un tratamiento que responda a las habilidades y el estilo de aprendizaje del individuo[6]. Muchas teorías sobre el comportamiento criminal se centran en las causas sociales del mismo, factores que no pueden abordarse a través de un tratamiento a nivel individual. Este modelo también se centra en las causas próximas de la conducta delictiva.
El principio de riesgo tiene dos aspectos: (1) el riesgo de comportamiento criminal se puede predecir, y (2) el nivel de intervención debe coincidir con el nivel de riesgo de la persona[7].
El principio de riesgo establece que los delincuentes de alto riesgo deben ubicarse en programas que brinden tratamiento y servicios más intensivos, mientras que los delincuentes de bajo riesgo deben recibir una intervención mínima o incluso nula. De hecho, en algunos casos, varios estudios han encontrado que colocar a delincuentes de bajo riesgo en programas de tratamiento intensivo aumenta potencialmente el riesgo de reincidencia[8]. Ubicar a los delincuentes de alto riesgo y de bajo riesgo en el mismo plan de tratamiento puede tener un efecto «contagio» del aumento de la reincidencia en los delincuentes de bajo riesgo. Los principios del modelo de Riesgo-Necesidades-Respuesta establecen que las personas de alto riesgo deben ser el foco de los programas penitenciarios. Este es un perfecto ejemplo de cómo la encarcelación se convierte en un potente factor de riesgo criminógeno para muchos sentenciados, y porque es importante poder separar los privados de libertad en función del riesgo y necesidad.
El principio de necesidades establece que el tratamiento eficaz debe centrarse en abordar las necesidades criminógenas, es decir, los factores de riesgo dinámicos que están altamente correlacionados con la conducta criminal.
El principio de capacidad de respuesta establece que la intervención de rehabilitación debe hacerse en un estilo y modo coherentes con la capacidad y el estilo de aprendizaje de la persona. El principio de la capacidad de respuesta se divide en dos elementos. El principio general de capacidad de respuesta establece que las terapias cognitivo-conductuales y de aprendizaje social son la forma más efectiva de intervención[9]. El principio de capacidad de respuesta específica establece que el tratamiento debe tener en cuenta las características relevantes de la persona, como las motivaciones, preferencias, personalidad, edad, sexo, orientación sexual, origen étnico e identificación cultural.
[frasepzp2]
No todos lo privados de libertad presentarán el mismo nivel de riesgo, todos tendrán necesidades criminógenas particulares y tendrán una capacidad de respuesta al tratamiento diferente. Dicho de otra manera, no podemos tratar a todos los delincuentes de la misma manera. Ni deberíamos. Aquellos que presentan un riesgo «alto» de reincidencia deben asignarse a las formas de intervención más restrictivas y recibir tratamiento más intensivo. A la inversa, aquellos que representan el menor nivel de riesgo deben experimentar las formas de intervención menos restrictivas. Esta distinción puede incluso ser útil en la etapa de sentencia.
Como ya se mencionó, existe evidencia que sugiere que los delincuentes de bajo riesgo no se benefician de intervenciones penitenciarias. Es más, la experiencia del encarcelamiento puede empeorar considerablemente su riesgo delictivo. Los jueces podrían consultar la evaluación de riesgo para tomar mejores decisiones de sentencia, y ayudaría también a los jueces a aplicar los beneficios penitenciarios (redención de penas, libertad anticipada), y desaturar las cárceles. La idea es reducir la población carcelaria y enfocar recursos eficientemente sin afectar negativamente la seguridad pública. Lo mejor es que para hacer esto no se requiere medidas legislativas nuevas, la ley existente da lugar a este tipo de metodologías.
En conclusión, la población penitenciaria es un grupo muy heterogéneo de individuos. Incluso habiendo cometido el mismo delito, su nivel de riesgo y sus necesidades criminógenas son marcadamente diferente. La incapacidad de identificar y planear en función de estas diferencias no sólo es costoso y peligroso, sino que también impide al sistema penitenciario cumplir su función principal de readaptar. Sin un adecuado protocolo de evaluación de riesgo ni un proceso de asignación a programas de rehabilitación, ¿qué se supone debe hacer el sistema penitenciario?
Este artículo es una colaboración de Plaza Pública y .
Más de este autor