Son los libros usados que perdieron su sitio en las estanterías y pasaron a rimeros y canastos, a estar alborotados sobre alguna mesa o refundidos en cajas de cartón que tuvieron mejores días.
Los he encontrado en baratillos de patio compitiendo con anticuados aparatos eléctricos, con ropa de poco uso, pero caída en desgracia con sus dueños, y con cosas que no sabremos para qué sirven a menos que preguntemos.
Esos libros viejitos aparecen como desahuciados o jubilados en oferta,...
Son los libros usados que perdieron su sitio en las estanterías y pasaron a rimeros y canastos, a estar alborotados sobre alguna mesa o refundidos en cajas de cartón que tuvieron mejores días.
Los he encontrado en baratillos de patio compitiendo con anticuados aparatos eléctricos, con ropa de poco uso, pero caída en desgracia con sus dueños, y con cosas que no sabremos para qué sirven a menos que preguntemos.
Esos libros viejitos aparecen como desahuciados o jubilados en oferta, pero solo es un artificio.
Nos acercamos con desconfianza. Los más listos hasta se hacen los muertos y hay que sacarlos del fondo. Se dejan tomar y hojear. Luego, astutamente, atraen nuestra mirada hacia la contraportada, o al prefacio, o a la dedicatoria. A los buscadores de gangas les muestran el precio de cuando eran nuevos.
Relatando hacia atrás en el tiempo, un fin de semana ya remoto se me hizo el muerto Gorky Park, novela de Martin Cruz Smith. Compadecido, lo saqué de su canasto y lo llevé conmigo. Arkady Renko y la trama me resultaron tan adictivos que cometí un pecado que apenas hoy confieso: el día lunes no me presenté a trabajar. No pude despegarme del libro hasta que lo terminé. Luego seguiría el resto de la saga, pero nada fue como el primero.
Y cada viejito mañoso tiene lo suyo. Remontando el tiempo aparece El país desnudo, de Morris West. Con él descubrí que un buen escritor debe ser mejor investigador. Leía uno y otro libro de Morris West y me fascinaba que en cada uno parecía ser un experto absoluto en el tema. Pasó por los aborígenes australianos, por los profundos vericuetos de las intrigas vaticanas, por las relaciones incestuosas entre la mafia criminal y los políticos (supongo que, visto lo visto, no necesito explicar lo de incestuosas).
No logro imaginar cuánto tiempo dedicaba el autor para documentarse en cada tema. Al menos con este lector, siempre obtuvo un sello distinguido de verosimilitud.
En memorias de adolescencia encuentro otro desahuciado peligroso: Lee de Forest, inventor. No recuerdo el título exacto ni el nombre del autor. Lo encontré entre las piezas más baratas e ignoradas. El libro me enseñó que, para una persona brillante, el éxito y el fracaso son lados de una misma moneda y que ser demasiado inteligente puede resultar muy mal negocio. El pobre señor De Forest fue, según testimonios, el verdadero inventor de la radio (aunque lo mismo dirán los biógrafos de Nikola Tesla). De Forest fue un gran incomprendido y mal comerciante, por lo que es posible que quienes estén leyendo este artículo nunca hayan escuchado ese nombre. Cuando inventó la tecnología que permitió ponerles sonido a las películas, se burlaron de él y dijeron que a quién podría interesarle una película con sonido pregrabado. Lo llamaron un gran desconsiderado que dejaría sin empleo a los músicos que acompañaban en vivo la proyección de las películas. De Forest al menos es reconocido como el inventor del triodo o de los tubos que estuvieron presentes en aparatos que van desde los radios hasta las primeras computadoras antes del aparecimiento de los transistores. Su lista de fantásticos inventos (desarrollados o solo diseñados) es enorme. Sin embargo, fue expuesto al ridículo y a la ignominia pública y debió luchar para que un jurado lo declarara inocente del cargo de charlatanería científica.
Y siendo aprendiz de lectura, recuerdo vagamente un libro de mala impresión al que le quedaba media portada. Este me enseñó que Tecún Umán no fue un tipo baboso y haragán que pensaba que caballo y jinete eran uno solo y que por pura dejadez se ocupó nada más del caballo de Pedro de Alvarado. También decía que aquello de que el himno nacional de Guatemala es el segundo mejor del mundo era una fumada. Así que se despertaron en mí la desconfianza en los maestros y las ganas de averiguar por mí mismo si lo que enseñaban era cierto. No entiendo por qué tal desconfianza recayó solo en ese gremio. Me habría ahorrado muchas amarguras, frustraciones y peligros.
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